Por Claudia Rafael
(APe).- El año próximo cumpliría 40. El 14 de noviembre exactamente. Desde aquel 1991 la historia fue siempre exactamente la misma. Mutaron las caras. Los nombres fueron miles. Se transformaron los barrios. Variaron levemente los mecanismos. A veces usaron picanas. Otras, el final ocurrió a golpe de macanas y empujones. Tantas más llegó como plomos en la nuca. Desnudaron pieles que aguijonearon y hundieron en baldes malolientes. En ciertas ocasiones utilizaron el viejo eufemismo de los magos de la crueldad que entre submarinos y caldos sanguinolentos abatieron los cuerpos en la nada. Pero siempre, sistemáticamente siempre, fueron vidas de presente amurallado.
Como Walter David Bulacio, con sus 17 años. Estudiaba en el Nacional Rivadavia; era caddy en un club de golf. Amaba el rock y soñaba con los Redondos en el Obras aquel abril. Es extraño. Pero el tiempo transcurrido es cinco años mayor de lo que él nunca fue.
Son pájaros de la noche que oímos cantar y nunca vemos./ Cuando el granizo
golpeó, la campana sonó,/ despertó sus tristezas atronando sus nidos…
Patricio Rey y sus redonditos de ricota
El rompecabezas escupe cicatrices y biografías. Muestra las piezas que a lo largo de las décadas se fue engullendo la estructura siniestra de los desaparecedores de utopía. Expone las tormentas que pergeña cada brazo ejecutor del Estado. Con brutalidad, a veces. Con sutileza, la mayoría.Nada de eso, ninguno de esos datos escuetos responde a los recuerdos y a las nostalgias. Son, como aquel emblemático yo sabía, yo sabía que a Bulacio lo mató la policía, las banderas ineludibles para seguir. Para gritar a la justicia enmascarada. Para estirar los dedos y señalar. Pero todo se diluye cuando Graciela Scavone, la mamá de Walter, contó esta semana en el juicio que su hijo le “rogó” durante una semana entera para ir al recital. Que habían alquilado un colectivo con el piberío del barrio. Que esa noche no volvería y se iría derecho al club de golf. Que la recorrida posterior en busca de su niño fue escuchar mentiras y negaciones. Que aquel médico del hospital dijo 22 años atrás lo que era un grito en el medio del silencio más oprobioso y perverso: “si este chico no está golpeado, soy el verdulero de la esquina”.
“El ensañamiento, la brutalidad con que actúa la policía se da más en aquellos uniformados que no quieren verse reconocidos en el negrito que detuvieron, sino que quieren ser como el comisario que va ‘peinado con alerta’, con sobretodo de pelo de camello y uñas manicureadas, y una casa de 3 ó 4 millones de dólares”, dijo tantas veces María del Carmen Verdú, la abogada de la Correpi y querellante en el juicio contra el comisario Miguel Angel Espósito. Que apenas está siendo juzgado por privación ilegal de la libertad.
Arde de sirenas y de canas Buenos Aires
arde de violencia ya se quema Buenos Aires
Los fabulosos Cadillacs
Veintidós años después los Walter llenan almanaques enteros. Uno cada 28 horas, contabiliza la Correpi. Más de veinte cada mes. Son las diminutas piezas de ese puzzle de ausencias. Que se va tejiendo en los márgenes. Que atraviesa los puentes, las autopistas, las casillas de chapa y techo perforado, los pasillos largos y los derruidos.
Veintidós años más tarde, Miguel Angel Espósito deberá responder apenas por la privación ilegal de la libertad de Walter David Bulacio, torturado, humillado, masacrado y asesinado en aquel abril de 1991.
Como en dos senderos irreconciliablemente paralelos. Tan encontrados y antagónicos como la vida y la muerte mismas. Como la justicia y la impunidad.
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