La solución política y los cambios en Colombia (Delegación de Paz FARC - EP) Él no puede creer que haya que dejar las armas para meterse a la política abierta. Sin que cambie nada, en el mismo país de oligarquías y ...

La solución política y los cambios en Colombia (Delegación de Paz FARC - EP)

NO   GUERRA

Él no puede creer que haya que dejar las armas para meterse a la política abierta.

Sin que cambie nada, en el mismo país de oligarquías y terratenientes asesinos.

Gabriel Angel

Por Gabriel Ángel

Cada día estoy más convencido de que la solución es política, de que el camino más correcto y además el único posible es el diálogo, me decía el comandante Adán Izquierdo a finales de los años ochenta en algún lugar de la Sierra Nevada de Santa Marta. Yo lo escuchaba con sorpresa, incluso con algo de incredulidad. Él tenía muchos años de experiencia en la lucha, era un comunista y un revolucionario probado, me costaba mucho trabajo siquiera considerar que un hombre así pudiera equivocarse en sus apreciaciones. También escuchaba hablar con entusiasmo semejante al Camarada Jacobo Arenas. Casi todos los días aparecía en las pantallas del televisor, a la hora de los noticieros, hablando de la paz y del camino de las conversaciones, de la salida civilizada. Eran gente muy sabia, que tenían que saber por qué se expresaban así.

Pero a mí me costaba trabajo creerles. Por primera vez en la vida mi fe en ellos titubeaba. Si yo venía de afuera, de trabajar en política abierta y legal. Si yo venía de la Unión Patriótica, el movimiento político nacido de las conversaciones de paz con el Presidente Belisario Betancur. Si nos estaban dando físico plomo a todos, congresistas, diputados, concejales, alcaldes, dirigentes y militantes rasos caían a diario en los más distintos rincones del país. En esa época todavía salían por los noticieros ese tipo de noticias, mejor dicho, ser asesinado por motivos de persecución política todavía era noticia en Colombia. En la calle, en un parque, en la heladería de una esquina, en la mesa de un restaurante, hasta en su propia alcoba se despedían de la vida los miembros de la UP, por cuenta de los sicarios que todo el mundo, menos los comandantes y tropas, veía entrar y salir de los batallones y cuarteles de policía a la luz del día.

Intentar en Colombia el camino de la política legal era prácticamente un suicidio. La gente solía decir, y a uno se lo decían en la cara con la mayor naturalidad, que había que pertenecer a uno de los dos partidos, el liberal o el conservador, porque eran los únicos que podían llegar al poder, mejor dicho, los que estaban en el poder. Eso de apostarle a terceros partidos o a movimientos raros era una ingenuidad, había que estar era con los que mandaban, eso no podía cambiarse, ejemplos de fracasados en ese empeño sobraban. En este país mataban al que no fuera liberal o conservador, eso había que aprenderlo rápido y obrar en consecuencia. Era la norma, la costumbre, la verdad que todos sabían, entendían y aceptaban. Claro, menos ustedes, los que se ponen a eso, como si no tuvieran familia, papá, mamá, mujer o hijos por los que ver. Era mejor dedicarse a ellos y olvidarse de esos arranques inútiles. Así nos lo decían.

Así que oírle a mi comandante en las FARC, al hombre que quizás más admiraba en ese momento en el mundo, que el camino no era el de la guerra sino el de la solución pacífica y dialogada, tenía por qué despertarme escepticismo. Volver afuera, regresar a las calles y plazas con el propósito de hacer política, sin que nada hubiera cambiado en ese país intolerante y brutal, no me parecía lo más correcto, no dejaba de antojárseme como una apuesta irresponsable.

Han transcurrido más de veinticinco años desde entonces, mi cabeza se ha llenado de canas y ya no soy el muchacho enérgico y audaz de aquellos días. Vi llegar tras una larga década de intensa guerra los diálogos del Caguán, presencié su hundimiento final y todavía no sé por qué la vida me ha premiado con su regalo tras más de trece años hundido en lo más profundo de la confrontación. Me encuentro conversando con unos guerrilleros que pueden tener la misma edad que yo tenía cuando oía con extrañeza a mi comandante. Uno de ellos me mira con incredulidad cuando le digo que la solución es política, que no va a llegar por el camino de las armas, al menos no por ahora. Él no puede creer que haya que dejar las armas para meterse a la política abierta. Sin que cambie nada, en el mismo país de oligarquías y terratenientes asesinos, con los mismos militares y policías que ordenaron y ejecutaron los falsos positivos, con los mismos políticos que crearon y se lucraron del monstruo del paramilitarismo. Él no acaba de entenderlo. Si llegó a las FARC huyendo de las terribles masacres en el Catatumbo. Si por eso no ha habido siquiera un culpable, si siguen mandando los mismos que lo planearon.

Ahora soy yo, sin la autoridad ni el prestigio que tenía Adán Izquierdo un cuarto de siglo atrás, el que intenta convencerlo de que la solución es política, de que el mejor camino es alcanzar un acuerdo satisfactorio con el gobierno en La Habana. Debo confesar que me veo apurado para convencerlo. Quizás porque hasta a mí mismo me cuesta un enorme trabajo creerlo. Eso de que Santos y los de su clase van a permitirnos vincularnos a la vida política del país, con garantías plenas, para que ejercitemos el trabajo de organización y movilización popular, y a protegernos para que no nos asesinen, no resulta fácil de creer ni siquiera para mí mismo. Así que convencer a otros, mucho más jóvenes y dispuestos a lo que la vida les exija, de que lo más justo y conveniente es firmar la paz no resulta una tarea sencilla.

No puedo decirles que tras el Acuerdo Final de La Habana las cosas en Colombia serán completamente distintas. Porque del Presidente para abajo, todos los altos funcionarios y los generales de la República están declarando a diario en los medios que nada va a cambiar en nuestro país porque la guerrilla lo esté exigiendo en la Mesa de Diálogos. Ni el modelo económico, ni la política social del Estado, ni la doctrina militar, ni las fuerzas armadas, ni ninguna de las instituciones vigentes van a ser modificados. Lo que se pacte en La Habana de todas maneras tendría que ser ejecutado por el Estado colombiano, sin acuerdos de paz o con ellos. De hecho ya hay en curso unas reformas y leyes que incluso superan las expectativas de la mesa de conversaciones, dicen los de arriba todo el tiempo.

Las cosas en realidad no tiene por qué cambiarlas un gobierno o un régimen como este. Las cosas solo podrán cambiarse con un amplísimo movimiento popular movilizado por las transformaciones que reclama. Lo que tenemos que hacer es crear, construir, edificar junto con otras fuerzas progresistas o revolucionarias, ese movimiento capaz de estremecer a fondo los cimientos oligárquicos en los que se asienta Colombia. Esa en realidad ha sido siempre nuestra meta. Hemos intentado alcanzarla con las armas en la mano por más de medio siglo. Y no lo hemos conseguido. Por muchas razones. Aspiramos a generar las condiciones que nos posibiliten en la realidad trabajar en esa dirección, sin que nos maten o encarcelen por ello. De todos los compromisos y promesas que pueda firmar el gobierno para poner fin al conflicto armado, nos interesa en lo fundamental ese. El resto tendrá que conquistarlos el pueblo con sus luchas. Y nuestra aspiración es conducirlo a ellas. Lo demás vendrá por añadidura, así es, mi hermano.

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