Sentado en un inodoro. Así lo encontraron el pasado jueves en el penal de Marcos Paz, al hacer el recuento de detenidos. Recién ahora se conocieron los detalles de la autopsia en donde se establecieron las causas de su muerte. Pero, al menos, falleció en una cárcel común aunque apenas por una condena.
Nunca se arrepintió. Por el contrario, supo reivindicar su labor genocida ante los tribunales que lo juzgaron y ante los medios reaccionarios que decidieron publicar sus declaraciones. Hasta convocó a un "golpe" al actual gobierno constitucional a los mandos militares.
Sin embargo, quedó en soledad. Muy pocos se atrevieron a reivindicarlo. Los lamentos publicados en los avisos fúnebres de La Nación así lo demuestran. Solamente lo acompañará Martínez de Hoz, su ministro de Economía, en el infierno que merece.
Desde varios sectores políticos y sociales, surgieron los repudios a su figura y a su vandálica obra, a la cual intentó morigerar aduciendo que "eran crueles, pero no sádicos". Ello es fácilmente refutable por los testimonios de los sobrevivientes. Mujeres violadas, niños empalados y hasta un bebé apoyado en el cuerpo de su padre mientras le daban "máquina" son las pruebas evidentes del sadismo de los genocidas.
Ahora los repudios llegaron a Mercedes, su ciudad natal, en donde se estima que reposarán sus restos hasta que se conozcan los resultados de las pruebas toxicológicas ordenadas por la justicia.
Se murió un genocida. Es uno menos. En cárcel común. Pero dejó una pesada herencia. Y la estamos sufriendo las y los argentinos.
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