Encontré una lapicera (*) (APE)   Por Alfredo Grande (APe).- Encontré una lapicera. Desde la poca confiable perspectiva de los recuerdos lejanos y angustiosos, creo que ...

Encontré una lapicera (*) (APE)

 

Alfredo Grande

Por Alfredo Grande


(APe).- Encontré una lapicera. Desde la poca confiable perspectiva de los recuerdos lejanos y angustiosos, creo que ni siquiera la vi. Más bien la sentí incómodamente apoyada en los isquiones, esa parte de los huesos costales que nuestro señor diseñó para que los mortales pudiéramos sentarnos.

Había estado viajando casi 20 minutos en un colectivo con manijas demasiado altas para mi estatura promedio, en una época donde no existían los buses superbajos pero en la cual yo también era, aunque no súper, debo reconocer que algo bajo. Vagamente recuerdo un calambre muscular producto de los frenazos bruscos, con aceleraciones inesperadas, producto de un colectivo que parecía el bastón de un ciego, claro que el problema es que tienen que dar el vuelto, cortar el boleto, hacer los cambios, pobres tipos, cuando todo eso cambie seguro van a manejar mas tranquilos, para que protestar si después de todo yo me disloco el hombro pero al menos me bajo rápido.

Algo me perforó los isquiones, segundos después de hacer una verónica para ganarle de mano a una viejita que realmente estaba muy fuerte, con lo cual dejarla parada era casi un piropo, y a un hiperobeso que atrincherado en la puerta impedía bajar por atrás mientras el chofer prohibía bajar por delante, pero después de todo gordos habrá siempre, o al menos hinchados, y yo también consideraba que era derecho y humano o que al menos era un humano con el simple derecho de sentarme antes de parecerme a un títere descuartizado.

Cuando sentí el pinchazo, manoteé a reversa. Fue un gesto contenido, porque no era cuestión de que todo el pasaje me viera manotearme el culo, al menos así de improviso. Lo que agarré fue una lapicera, y aunque nunca entendí de marcas, me pareció que era una tintenkulin, lo que además de ser homofónico con el impacto a los benditos isquiones, me recordó lejanos tiempos de la primaria. Con un gesto que ahora me sorprende, la guardé con más rapidez que un marido encontrando un forro en el bolsillo del pañuelo. Todo lo que sucedió a partir de ese momento además de cambiar mi vida para siempre, convierte a estas páginas en una nostalgiosa evocación de un tiempo perdido. Curiosamente, estas páginas no han sido escritas con esa lapicera, a pesar de que todo lo que he escrito desde ese lejano pinchazo ha sido solamente creación de ella.

A la semana, no pude dejar de comentárselo a mi esposa. Siempre resistí decir “mi señora”, especialmente cuando intenté convencerla de que me presentara como “mi señor”. Tampoco quise presentarla como “mi mujer” porque ella rechazó vehementemente presentarme como “mi hombre”. Por el arte de la mediación espontánea que todo matrimonio sacramental e inercial desarrolla, acordamos en que lo más claro era “esposo y esposa”. Neutral, jurídico, light, con la sabiduría de los clásicos. Miró la tintenkulin con la misma cara de asco con la que últimamente presenciaba mis orgasmos, aunque siempre cuidándose de no compartirlos. Sus primera palabras fueron: ¿dónde la encontraste? y allí comenzaron las mentiras que aunque tienen patas cortas siempre tienen la lengua larga. Yo le ocultaba a mi esposa que viajaba en colectivo con más ahínco que si tuviera que ocultarle la existencia de una amante.

Nuestra decadencia económica fue incontenible, y aunque fui una parte de lo que se denominó la plata dulce, la amargura de quedarme sin plata no podía llevarla al seno familiar. El origen patricio de mi esposa sumado a insalvables contradicciones entre mi padre anarquista y mi madre anglicana, me impedían el sencillo recurso de la verdad. Creo que le dije algo así como que la encontré en un cordón de la vereda, al bajar del remise, que en esa época eran realmente algo distinguido. Se desinteresó rápidamente de la lapicera, lo que no hacía más que repetir la rapidez con que se desinteresó de mí. Mejor dicho: se desdeseó de mí, porque el interés lo mantenía, pero en un nivel de sociedad de responsabilidad limitada, limitada a los hijos, los padres que eran los de ella y los suegros que eran los padres míos, y el cuñado que era el esposo de mi hermana que era el propietario de la empresa de remises. Por algo estoy casado: yo también me desinteresé.

Dejé a la tintenkulin sobre el viejo bargueño familiar, que hacía las veces de escritorio y de purgatorio de papeles que irían al infierno de la basura. Un preembarque del tacho. No sé cuánto tiempo quedó allá. Meses. Años. Me parece que cuando todo empezó, todavía no había televisión por cable. O había, pero yo la convencí a mi esposa que no tuviéramos, porque la señal podía dejarte ciego o tarado, segunda parte que curiosamente se comprobó años después. Estaba sentado frente al barqueño, con la misma cara de alegría que un san bernardo melancólico, cuando mi mano chocó con la tintenkulin. Acá los recuerdos se hacen confusos, quizá como una forma de defenderme de la angustia incontrolable que me traen.

En algún lugar de ese purgatorio debía haber papeles en blanco, porque sin darme cuenta, había escrito un cuento corto. No se si tan corto, pero lo sorprendente era que yo, más allá de “mi mamá me ama”, nunca había escrito nada. Mientras lo leía, no pude impedir una sensación aterradora y maravillosa al mismo tiempo. Por un momento hasta me creí que era el autor. El titulo era Ecos perdidos. No recuerdo exactamente el contenido. Pero cuando pasaron tres horas y yo seguía sentado en el bargueño, me di cuenta de que algo fuera de lo inercial había sucedido. Mi esposa me sacudió con un “que estás haciendo” lo que tenía un eco materno inconfundible. Por suerte mi mano estaba lejana de la línea media y no aferraba nada que tuviera que ser rápidamente guardado. Al menos eso pensé, sin darme cuenta que la tintenkulin era mirada con la misma severidad que una prótesis símil piel. Como mi expresión sanbernardesca hacía imposible sospechar nada malo, y mucho menos sospechar nada bueno, salí del paso como tantas veces: de contramano por la banquina. Le grité que era fea, frígida y flora.

Me zambullí en la bañadera que naturalmente estaba vacía, pero al menos la loza estaba fresca. El cuento no se lo dí. Lo escondí en un lugar en que nadie, ni siquiera yo mismo, pudiera encontrarlo. Eso fue lo que pasó. Terminó siendo un eco perdido. Si no fuera porque la noche siguiente escribí dos cuentos más, aun estaría lamentando esa pérdida. No dejaba de estar sorprendido. La facilidad con que escribía no podía ser resultado de ninguna súbita veta artística recién descubierta. Más bien me sentía totalmente loco, y sin dudar fue esa sensación la que me obligó a darle a leer el primer cuento a mi esposa. Ahora pienso ahora que quería comprobar si en el papel realmente había algo escrito. Si esos cuentos eran algo más que la idea que yo tenía de haber escrito un cuento. Terminaba siendo un marido standard: el único criterio de realidad válido es el de la esposa. Temblaba como un usuario abriendo las facturas del teléfono, cuando un quejido mezcla de asombro e incredulidad me sacudió. Mi esposa también temblaba de una forma que nunca había visto, ni siquiera durante la luna de miel. Estaba emocionada y comenzó un llanto incontenible. No me cuesta admitir que yo también me emocioné y que compartir el llanto fue lo que primero que hacíamos juntos en muchos años.

Publicar la primera novela fue cuestión de pocos meses. Como mi esposa seguía siendo el criterio de realidad, su observación de que mi letra estaba irreconocible, que parecía la letra de otro, a pesar que lo poco que había visto escrito por mí eran pagarés y cheques, despertó un alerta. Comencé a transcribir todo lo que surgía de la lapicera en una maquina eléctrica primero y en una computadora después. Los manuscritos los hacía desaparecer en lugares inverosímiles.

No me animaba a destruirlos, pero tampoco estaba dispuesto que nadie los encontrara jamás. El origen verdadero de los escritos debía quedar oculto y yo ser el autor reconocido de los mismos. No se si lamento haber procedido de esa forma. En este momento parece simple decir que sí, pero no quiero caer en el formalismo de las disculpas. Lo hecho, hecho está.

El primer premio apenas me sorprendió. Había terminado la segunda novela, cuando la primera era record de ventas. Me di el gusto de contratar un servicio mensual con la agencia de remises de mi cuñado. Mi esposa comenzó a ser nuevamente mi mujer, y yo comencé a ser su hombre. La tintenkulin era una lámpara mágica y los deseos tenían la forma de palabras. De las novelas pasé a escribir guiones para cine y televisión, con lo cual pude comprarle la agencia a mi cuñado, por el simple placer de cerrarle la empresa. En realidad, ya tenía autores que escribían para mí, aunque el origen de todas las ideas era siempre la tintenkulin.

La mentalidad capitalista me llevó a querer asegurarla en varios millones de dólares. Cuando el promotor de seguros me miró incrédulo descartando por absurda toda posible operación, me di cuenta que el real valor de la lapicera no podía ser conocido por nadie de este mundo.

En la tercera novela algo sucedió. Un presentimiento me hizo llegar hasta el amplio escritorio, que ocupaba el lugar del bargueño en retiro efectivo. Agarré la lapicera, pero ya el tacto no me resultó familiar. Por absurdo que parezca, era como si le hubiera dado la mano a otra persona. O pensado de otra manera mucho más inquietante: como si la tintenkulin hubiera pasado a otra persona.

El primer escrito confirmó esos temores. Escribí o escribió un artículo sobre arte, locura y sociedad desde la perspectiva de un denominado psicoanálisis implicado. Estos términos eran para mí totalmente ajenos a mi modo de ser pequeño burgués ilustrado. Por supuesto que no podía desconocer la existencia del psicoanálisis, pero en Buenos Aires esto tenía más que ver con sentido común que con algún tipo de erudición. El tema de la implicación era realmente interesante. No parecía demasiado nuevo, pero había algo en lo que leía que me atrapaba. Entonces, como pasa habitualmente con los enamoramientos, de los cuales después aprendí que eran la forma más simple de masas artificiales, aunque hasta ese momento de mi existencia la única diferencia que yo registraba era entre masas finas y secas, entonces me traicioné a mi mismo. Guardé todos esos manuscritos, al menos todo el tiempo que pude.

Dejé de publicar novelas o escribir guiones simplemente porque la tintenkulin ya no los escribía. Volví a distanciarme con mi esposa, ya definitivamente consolidada en ese lugar. Ella no podía soportarme hablar de los modos de producción superyoica de la subjetividad. De cómo las religiones habían realizado una clonación ideológica y afectiva entre el deseo y la culpa. Las iglesias como instituidos de la resistencia al deseo, en oposición a los colectivos revolucionarios que resisten al opresor. La libertad, intentaba vanamente explicarle a mi medio cítrico, fundado en mis propios escritos, es siempre negativa, en tanto es la resultante de negar lo que la niega. Reprimir al represor es la consecuencia inevitable. Asocié inmediatamente con los padres de mi esposa. Nunca me sentí mas liberado que después de decirles¡suegros! e inmediatamente mandarlos al carajo. También escribí primero para leer y después para pensar que la psicosis es la recuperación superyoica de la locura. El sufrimiento del loco tiene un agregado, porque la sociedad represora transforma la carne salada en tasajo, y ese agregado es decisivo para el sabor final. En muy pocos casos, la locura encuentra el camino del arte y de la creación, y desde ahí se burla todo lo que puede de los curanderos del templo.

El lugar del loco no es otro que el del idiota del pesebre. Esta curiosa denominación refiere al inconsciente político de las organizaciones económico sociales hegemónicas. El pesebrismo es una negación maníaca del conflicto social. La mediación es su dispositivo privilegiado. La política como el arte de la conciliación permanente. Mediar entre los extremos que siempre son malos y además se tocan, y parece que encima les gusta tocarse, y siempre buscar los términos medios, si además son mediáticos mejor. El arte verdadero es siempre revolucionario y si bien puede ser masivo, nunca es pasivo. Mueve al acto, prepara el acto, acompaña al acto, pero no puede reemplazar al acto. Cantar la Internacional no puede reemplazar los actos revolucionarios. Los himnos verdaderos siempre son de guerras de emancipación. No cantos de claudicación como el nuestro que sugiere como leit motiv vital, coronarse de gloria en la vida o con gloria jurar morir. Nadie que vivió sin gloria merece morir con ella, aunque parece que la inversa se ha cumplido muchas veces. Vivieron con gloria y murieron sin ella, en la mayor de las indignidades posibles.

Por momentos me confundo entre lo que la tintenkulin escribió y mis propias asociaciones. No es justa esta confusión. Finalmente, los manuscritos fueron encontrados por mi esposa y fueron prueba en mi contra para el juicio de divorcio contradictorio que naturalmente perdí. Los argumentos usados para mi defensa generaron nuevos juicios por injurias, porque mencioné los antecedentes militares de la familia de mi esposa en retiro definitivo como pruebas irrefutables de su condición fascista, furibunda y frígida.

En realidad, en ese momento empezó todo. En una mesa apolillada de una pensión, a la cual había sido arrojado por la furia de una abogada seguramente más frígida que mi antigua esposa, la tintenkulin buscó mi mano. Quiero decir: me pareció que la buscaba. Acarició mis dedos como si fuera alguien que se está despidiendo. Transmitía un sufrimiento largamente soportado que exigía la tibieza de una piel suave y húmeda para confortarse. Escribió un nombre: Mónica Candelaria. No podía imaginar desde que siniestro lugar podía escribirse con tal sufrimiento. En alguna página, mencioné que hacía meses que estaba vendada. Por algunos vagos indicios, (por ejemplo el ruido de un tren, el bullicio de una plaza lejana) podía intuir el lugar donde había sido martirizada. Mientras escribía esta especie de diario íntimo, la lapicera parecía que latía. Pero con tal intensidad, que su aparente solidez parecía quebrarse. Sin pensar lo que hacía, me fijé si tenía tinta....Con asombro, comprobé que no. Sin embargo, seguía escribiendo como si fuera un corazón latiendo sin sangre.

Las páginas de lo que luego se conoció como el Diario de Mónica permitió ubicar con exactitud muchas tumbas NN. Posteriormente se realizó la identificación de casi todos los cuerpos, con lo cual una génesis macabra fue iluminada. En las últimas páginas, descripciones precisas en cuanto a rango, alias, ubicación geográfica permitió el rastreo de muchos delincuentes con y sin uniforme. Mi foto como autor de la más importante investigación sobre derechos humanos en la Argentina empeoró ostensiblemente la relación con la madre de mis hijos, a los cuales cada vez tuve mayor dificultad en ver. Sobre todo cuando quise explicarles que el adorable abuelito que sonreía con su elegante gorra de coronel, fue un predador más peligroso que una jauría de velociraptors, y que la unida familia materna era un parque jurásico, esto dicho en el lenguaje que a mis hijos les resultó más comprensible.

El último trabajo que escribió la tintenkulin fue el más lento de todos. Cuando la lapicera dejó de escribir definitivamente, la guardé en un caja que le había comprado unos días antes. Era lo menos y a lo mejor era lo más que podía hacer. Con vergüenza admito que las dos últimas páginas del trabajo que titulé. “Vivir combatiendo la injusticia” las escribí yo. Me parece que el titulo tampoco es original y vagamente recuerdo haberlo visto en la Plaza de Mayo. Algunas frases aún las recuerdo. “Pienso luego existo, pero si pienso como existo entonces no pienso más: descarte posmoderno”. “Si la religión es el opio de los pueblos, que el psicoanálisis por lo menos sea un porrito”. “La diferencia entre poco y nada es mucho”.

En alguna plaza de la ciudad, estaba descansando mientras sostenía como podía mi cara de sanbernardo definitivamente melancólico. Apenas pude esbozar una sonrisa, en la cual seguramente había mucha tristeza y algo de esperanza, al mirar de reojo la expresión emocionada de un hombre que terminaba de leer un cuento. Su hijo de no más de 6 años se lo había dado minutos antes. “Federico, es una historia maravillosa”, le dijo mientras lo alzaba y besaba. “¿Cómo escribiste esto tan hermoso?” Tuve un sobresalto al escuchar: “¡Papá..! encontré una lapicera...”

(*) Este trabajo fue publicado en el suplemento de la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo del diario Página 12. Febrero de 2001. Es una ampliación de una exposición en el ciclo Arte, Locura y Sociedad que coordinó Vicente Zito Lema meses antes de inaugurar la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo.

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