Por Ricardo Alarcón de Quesada
Como reconocieron cuando los entrevistaron para seleccionar el jurado, el secuestro de Elián González y sus consecuencias para la comunidad de Miami estaban muy presentes en las mentes de los escogidos como miembros del jurado en el juicio a los Cinco Cubanos. Un proceso que ocurrió solo unos meses después de que el niño de seis años fuera rescatado por los federales.
Como toda la comunidad, ellos habían seguido los hechos relacionados con Elián. Hechos que saturaron las noticias. Las caras de los secuestradores, de sus promotores y seguidores, así como las de otros involucrados en el escándalo se hicieron muy familiares para los miembros del jurado. Las caras, y dos detalles del drama de Elián con un carácter único y una conexión directa con el proceso de los Cinco Cubanos.
Primero, la desconcertante conducta de todos los funcionarios públicos de Miami, desde sus congresistas federales, el alcalde y los comisionados hasta los bomberos y los miembros de la fuerza policial, quienes abiertamente se negaron a obedecer la ley y no hicieron nada para ponerle fin al más publicitado caso de abuso infantil ocurrido alguna vez. Y, en segundo lugar, pero no por eso menos increíble, que nada le ocurrió a un grupo de individuos que de forma tan clara había violado la ley con el secuestro de un niño y la violencia y los disturbios que crearon en toda la ciudad cuando fue rescatado por el gobierno federal. Nadie fue procesado, arrestado, ni multado. Ninguna autoridad local fue destituida, sustituida, ni invitada a renunciar. El caso Elián demostró de qué modo la impunidad anticastrista reina en Miami.
Cuando los miembros del jurados se sentaron por primera en la sala del tribunal para realizar su deber de ciudadanos ellos probablemente se asombraron. Ahí, en vivo, estaban las “celebridades de Miami” a las que ellos estaban tan acostumbrados a ver, día y noche, en la televisión local. Y estaban todos juntos, algunas veces sonriendo y abrazándose unos con otros, como viejos compinches. Los secuestradores y los encargados de “hacer cumplir la ley” en contubernio con los fiscales (esas valientes personas que nunca aparecieron cuando un pequeño niño estaba siendo molestado frente a los medios de prensa).
Los miembros del jurado se pasaron siete meses en esa habitación mirando a, y siendo observados por las mismas personas tan familiares para ellos y que ahora se encontraban en el banco de los testigos, en el área del público o en la esquina de la prensa. Las mismas personas que ellos ahora encontraban frecuentemente en el parqueo, en la entrada del edificio de los tribunales y en los corredores. Algunos de vez en cuando vistiendo, orgullosamente, el atuendo que usaron durante su última incursión militar a Cuba.
Los miembros del jurado los escucharon explicar en detalles sus hazañas criminales y diciendo una y otra vez que ellos no hablaban del pasado. Fue un extraño desfile de individuos que comparecieron ante una corte judicial, reconociendo sus acciones violentas contra Cuba. Acciones que planearon, prepararon y emprendieron desde su propio vecindario.
Ahí, haciendo discursos, exigiendo el peor castigo, difamando y amenazando a los abogados de la defensa.
La jueza hizo lo que pudo para tratar de preservar la calma y la dignidad. Ella realmente le ordenó al jurado, muchas veces, que no considerara ciertos comentarios inapropiados, pero eso simplemente no era suficiente para poder borrarle de la mente del jurado las consecuencias prejuiciosas y aterrorizadoras de esas declaraciones.
Las consecuencias fueron obvias. La decisión del panel de la Corte de Apelaciones lo planteó en términos muy claros: “la evidencia sacó a relucir las actividades clandestinas no sólo de los acusados, sino también de varios grupos de exilados cubanos y de los campamentos paramilitares que continúaban operando en el área de Miami… La percepción de que estos grupos podían hacerle daño a los miembras del jurado que emitieran un veredicto desfavorable a sus puntos de vista, era palpable”. (Undécimo Circuito del Tribunal de Apelaciones, No. 01-17176, 03-11087)
Pero eso no era todo. Después de ver y escuchar la abundante evidencia de los actos de terrorismo que los acusados habían tratado de impedir, el Gobierno logró defender a los terroristas al convencer al tribunal de que le quitara al jurado la posibilidad de exonerar a los Cinco con la defensa del derecho de necesidad que era la fundación legal de su defensa.
El meollo del asunto es la necesidad que tiene Cuba de proteger a su pueblo de los intentos criminales de los terroristas que gozan de total impunidad en territorio de los EE.UU. La ley estadounidense es clara: si se actúa para prevenir un daño mayor, incluso si él/ella viola la ley en el proceso, estará exento de cualquier penalidad, porque la sociedad reconoce la necesidad, incluso los beneficios, de ejecutar esa acción.
Los Estados Unidos, única superpotencia mundial, han interpretado este principio universal para justificar la legalidad de guerras en tierras lejanas en nombre de la lucha contra el terrorismo. Sin embargo, rehúsan reconocerlo para cinco hombres desarmados, pacíficos, no violentos que, en nombre de un país pequeño, sin causarle daño a nadie, trataron de impedir las acciones ilegales de unos criminales que gozan el refugio y el apoyo en los EE.UU..
El gobierno de EE.UU., a través de los fiscales de Miami, fue aún más allá, hasta la última milla, para ayudar a los terroristas. Lo hicieron muy abiertamente, por escrito y con discursos apasionados que curiosamente no se consideran de interés periodístico.
Eso sucedió en el 2001. Cuando los fiscales del Sur de la Sur y la oficina local del FBI estaban muy ocupados castigando duramente a los Cinco y ofreciéndole protección a “sus” terroristas, los criminales que ejecutaron el ataque del 11 de Septiembre se entrenaban, sin que los molestaran, y desde hacía bastante tiempo, en Miami. Por alguna razón prefirieron ese lugar.
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