Crónica y pasión de Los Acosta (APE). Silvana Melo Claudia Rafael (APe).- Cuando en enero de 2003 aparecieron en Clarín como la banda de Los Acosta, José tenía 8 años y era u...

Crónica y pasión de Los Acosta (APE).

Silvana Melo 2

Silvana Melo

Claudia Rafael 2

Claudia Rafael

(APe).- Cuando en enero de 2003 aparecieron en Clarín como la banda de Los Acosta, José tenía 8 años y era un bandolero con la cara pegoteada de tierra, ternura y caramelo.  Diez años después, José tiene 19, la mirada endurecida y los huesos puestos en una celda de la Unidad 1 de Olmos. Cuando en enero de 2003 Los Acosta bandidos tenían entre 8 y 12, Tony arrastraba un pañal con sus dos años no cumplidos.  Diez años después tiene doce, el estigma mediático de Chucky, un balazo en la panza que lo hizo grande y valiente a los diez, la nariz agujereada de aspirar venenos y un futuro entrampado y fatal al que ya todo el mundo lo condenó: el Estado con sus distintas caras y brazos, la calle platense que le teme, los que le cambiaron el celular robado por el poxi. El que lo encierra y lo dopa, el que le lleva el veneno a la cama del hospital, el que lo dejó solo, el que le propuso una vida tan lacerante que la calle fue una alternativa superadora. El que no supo –o no quiso- torcer el rumbo una decena de años atrás de un enjambre de chicos minúsculos, con el mismo apellido, lanzados a la vida como piedras desde la gomera, niños solos, en banda, valientemente estigmatizados por la comunidad mediática nacional y platense. Experta en el arte de colgar sambenitos de imposible regreso.

Los Acosta -que fue el título de la nota de APe en 2003, desprendida de la noticia de Clarín- son el dibujo perfecto de la presencia espasmódica del Estado en la entraña de una familia en quiebre: el Zonal, las chapas, una bolsa de alimentos, la policía, el calabozo, el hogar, el instituto, la represión en la glorieta de la Plaza San Martín, la Municipalidad que no quiere la plaza sucia, los vecinos que la limpian a palos y cadenas, el Zonal, las chapas, una bolsa de alimentos. Esa presencia estatal pendular y canallesca, que incluye el abandono y la clientela, los golpes, el calabozo, los antipsicóticos y la destrucción sistemática de lo que fue un niño, fue una fábrica delictiva que pide a gritos construir más cárceles para encerrarlos de grandes. Después de haberlos aplastado de soledad, desamparo y golpes en los tiempos en que la vida debería ser chocolate y potrero.

Cuando en enero de 2003 salieron en Clarín, ya había cinco chicos Acosta “con causas abiertas en los Tribunales”. La pequeña banda fraterna había robado un kiosco con revólveres de plástico, a cien metros de la Casa de Gobierno. El poder estaba mirándose el ombligo y cocinando presupuestos, destinos y connivencias mientras ellos irrumpían desde los márgenes a golpear las puertas que desde siempre se les cerraron en la nariz.

Las opciones, decía la nota de APe, eran dos: “Si estos chicos se resignan y se echan a morir, es posible que los medios le otorguen la piedad de alguna imagen. Si deciden no morirse y pelear por el derecho a vivir” serán para esos medios, “proyectos de delincuentes”. Quedó claro cuál fue el camino. Y la construcción social, mediática y estatal que los va descargando, como desde un camión de basura, día tras día en la cárcel.

Tony es el más chico de casi una docena de hermanos. El más chico y el más bravo. El más rebelde. El más inasible. Es que lleva la marca del Chucky y la bala en la panza que no pudo matarlo. Y que nadie sabe todavía si fue una bala amiga accidental o una de la policía que tenía decidido acabar con la semilla más indómita.

Nacidos y crecidos en una casilla de Melchor Romero, en las afueras de La Plata, los Acosta conocen el hambre, el abandono y la cárcel como casas propias. Como vida natural. Tony tenía siete cuando policías y vecinos desalojaron la plaza San Martín y José dormía ahí y vivía y se llenaba la nariz con lo que hubiera. Tony no estaba esa noche. Tan rubio, con rulos caóticos sobre la frente, transformado cuando el veneno se propaga sus venas y pulmones. Ajeno a cualquier paraíso, indocumentado eterno, no lee ni escribe. La leyenda de “los Acosta” es generosa en relatos. Hay quienes los recuerdan arrojando agua con un termo para sorprender y arrebatar un celular. José supo enamorarse en noches de alcohol y poxirrán. Ella tenía quince como él, el mismo domicilio en la pérgola y varios informes del Zonal en las espaldas. Hoy es madre y sola y aparte del mundo como tantos.

Como en aquel enero de 2003, Los Acosta son alimento de los monstruos. El Estado interviene con sus valijas de ansiolíticos, con sus legajos frondosos, con sus decisiones eclécticas de confinar para reformar, con estructuras que los vapulean o simplemente los depositan y olvidan, con sus relaciones de poder que buscan formatearlos a imagen y semejanza. Criminalizarlos y hacer cárceles para su encierro. Y dejarlos afuera, definitivamente. Tony es el último. El más pequeño. El más indomable. El que tuvo un balazo en la panza a los diez. Un veterano a los doce.

El resto ya es carne de cárcel. Aunque habría otros destinos si en aquel enero de 2003 la suerte hubiera ido más allá de la crónica policial. Otro pasaporte que no fuera directo al prontuario.

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