Rosario de la Frontera (APE)         Rosario de la Frontera (APE) Por Silvana Melo (APe).- Hay pequeños pueblos en el norte, en el sur, en el ombligo de un país roído po...

Rosario de la Frontera (APE)

 


 


 


 


Rosario de la Frontera (APE)


Por Silvana Melo

(APe).- Hay pequeños pueblos en el norte, en el sur, en el ombligo de un país roído por la desvastación sistemática de décadas. Tierras donde son pocos, donde crecer da la cabeza contra el techo, donde cualquier expectativa fue paralizada por la ausencia del tren, por el éxodo de los audaces, por la defección del Estado, por los límites rígidos de sus culturas, por el verse cada día y conocerse, por el control social religioso, policial y económico. Los sueños de las mayorías dependen de un sueldo del Estado. Atrapados por la disciplina construida. El resto no tiene lugar en el mundo. Sin rutas para partir. Con techo de chapa para frenar el estirón.

En Rosario de la Frontera, un pequeño pueblo de Salta, se juega a la muerte. ¿Se juega o se muere? Los pibes crecen, se estiran, se alargan y encuentran, paredes y techos de frontera. Como el nombre del lugar donde nacieron.

Dicen que se atan al cuello sogas con seis nudos. Que los seis nudos cuando la soga aprieta deberían desatarse naturalmente. A veces no sucede. Y la muerte está ahí, a un segundo. De la adrenalina a la nada. Del borde al precipicio. Los chicos juegan al límite para quebrar el techo que se impone. Pero la muerte les clava el pico y se los lleva en el intento. Como el águila al cachorro indefenso.

La maestra dice que “Los que no se pueden ir de aquí, sufren. Se les crea un resentimiento enorme y te lo largan. Se sienten atrapados y eso les crea una tristeza enorme”. En Rosario de la Frontera, antes de la muerte de los chicos que no quisieron respirar más, había una sola psicóloga para atender a todo el pueblo. Los pibes que no pueden irse a estudiar a la ciudad terminan en la reposición de los supermercados o en el mostrador de una tienda. Pero el mercado es escaso. Y el futuro se corta ahí no más, a un metro o dos, en la puerta de la vida cerrada con siete llaves.





No hay presupuesto de la Gobernación para los chicos de Rosario de la Frontera, no hay ojos del Estado para los jóvenes del pueblo. Que de pronto se hacen visibles por el título árido de la tragedia. Son visibles cuando matan, cuando roban, cuando consumen, cuando se mueren. Mientras tanto, se los amontona para que respiren apenas, mientras se desanuden por milagro los lazos que el Estado les pone al cuello. El día en que no se desatan las grandes lupas mediáticas y la culpa eventual de los gobernantes los legitiman en los expedientes. Pero ya es tarde.

En Rosario de la Frontera hay pequeños futuros recortados al límite. Y hay lujosos chalets de sojeros y las cuatro por cuatro que pasan como suspiros a centímetros del carro del botellero traccionado por caballos. La brecha atroz se abrió del todo, como una herida en la tierra, con el paso del menemismo y la llegada del monocultivo que deposita la tierra en una sola mano.

“Podés crear tu propio mundo, pero no esperés que John Lennon, Kennedy o Jesucristo vengan a ayudarte”, dice la pintada en la entrada de Villa Gobernador Galvez. Entre octubre de 1993 y enero de 1994 cinco adolescentes se mataron en Gálvez. La politica arrasadora estaba en auge; el 30 % de la ciudad era pobre y el 25 % no tenía trabajo. Sin servicios de salud mental, con paredes y techo rígido para los pibes, algunos de ellos se balearon con armas que sus padres compraron después de los saqueos de 1989.

Las Heras en Santa Cruz es viento y petróleo y está a más de 700 kilómetros del Calafate lujoso y del turismo internacional y apenas el 5 % de la población pasó por la universidad. Entre 1998 y 1999 se mataron 22 jóvenes de entre 14 y 32 años. Sin trabajo, sin escuela, reaccionaron contra todo y contra sí mismos. Donde se debió soñar fue violento. Donde debió estar la esperanza se levantó el desencanto.

El adolescente no cree que va a morir ni aun cuando se mata. La bala o la soga al cuello son el desafío a la sordera del mundo. La opinión ante los que les mutilan el futuro. El poema atroz que se escribe en la arena de los expedientes.

En los bajofondos del conurbano los pibes de entre 15 y 20 piensan que en los próximos cinco años pueden estar muertos. El 35 por ciento se ve fuera de la vida o de los márgenes marcados por la inclusión. Los chicos no han crecido con la rebeldía de transformar: se los duerme a la noche con el cuento de lo inexorable. Es, entonces, sobrevivir como se pueda. Que la catástrofe entre por la nariz. O que la muerte sea la puerta más cercana. La propia o la ajena. La propinada o la elegida.

El suicidio es una de las primeras diez causas de muerte en América Latina. Una de las tasas más altas de suicidios adolescentes se escribe en la Argentina.

Rosario de la Frontera, Villa Gobernador Galvez, General Las Heras. En el norte, en el sur y en el ombligo de un país. Son tres fotografías lejanas. En la geografía y en el tiempo. Tres imágenes que generan visibilidad brutal. Los chicos no dejan de morirse y de matarse fuera de las instantáneas ocasionales de los medios. Allí están. Dando gritos por alguna hendija del techo que asfixia. Dando gritos, de vez en cuando.

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