Escuelitas de fin de mundo (APE) Escuelitas de fin de mundo (APE) Por Silvana Melo (APe).- En la larga tierra de los excluidos e invisibles, un millón de chicos se agrupan d...

Escuelitas de fin de mundo (APE)

Escuelitas de fin de mundo (APE)


Por Silvana Melo


(APe).- En la larga tierra de los excluidos e invisibles, un millón de chicos se agrupan de a montoncitos pequeños en los rincones más remotos. En las fronteras donde si se mira fuerte la nariz se cae a otra bandera. En los desiertos sin agua y de noches heladas. En los impenetrables de patitas curtidas a puro abrir caminos en la selva. En la piedra y la pajabrava que azuza los pies de la cordillera. Es decir, en los olvidos más olvidos del mundo.

El Ministerio de Educación de la Nación se está enterando, de a poquito, de que existen 15.600 escuelas rurales. Y en poco tiempo sabrá, por primera vez, dónde está ubicada exactamente cada una. Porque hasta ahora la mayoría son puntos perdidos en un horizonte ajeno, a horas de ambulancia, a kilómetros de zapatillas deszueladas, a años luz del ombligo del mundo.

Son el 10 por ciento de los alumnos del país. Pibes y pibas que aprenden a sumar contando piedras coloradas y a escribir su nombre con ramitas en el desierto.

La Universidad Nacional del Centro de la Provincia (Unicen) con la coordinación del licenciado Daniel Herrero desde la Facultad de Ciencias Económicas, terminó un censo que incluyó a cada una de las escuelas perdidas en los arrabales del país, ahí donde las patria es una brisa que se cae por las fronteras o donde ranchitos de barro ensayan una pizarra incierta. La mayoría sin agua, algunas no fueron atendidas en su infraestructura desde el Plan Quinquenal de Juan Domingo Perón, con accesibilidad complejísima y un aislamiento feroz. Allí llegaron los censistas. Seres humanos distintos que por primera vez en años pisaban tierras marcadas a fuego por el olvido. Mirados con perplejidad y ojos de maravilla, recibidos como ministeriales, con fiestas populares, con lágrimas y conmoción ante una fotografía digital.

Las escuelas rurales son el 38 por ciento de los establecimientos del país. Son un millón de enterezas, un millón de mansedumbres a pie, en mula, en bicicleta, en bote, en balsa, kilómetros y kilómetros para llegar a una escuela que es un aula, a una maestra que es directora y cocina y limpia, a un comedor que es el único plato del día y tan escaso como el futuro que dicen que les dijeron que algún día llegará. Acaso con los mismos agujeros en la puntera de las zapatillas.


Las recepciones a los censistas, cuenta Herrero, eran sorprendentes. “En algunas escuelitas rurales los trataban como si estuviera llegando el Ministro de Educación, con una solemnidad increíble; en otros les hacían una fiesta popular de bienvenida”. Eso, tal vez, fue lo más impactante: “una fiesta con todos los que vivían ahí, con música, con muchas expresiones de cariño”. Chicos que no conocen otro horizonte que el desierto o la montaña infranqueable asombrados hasta el llanto por una tecnología que en el ombligo del país es cotidiana. “Iban dos censistas, uno con perfil tecnológico, con cámara digital y GPS para tomar la coordenadas y conocer la ubicación exacta; otro fotografiaba el lugar, las instalaciones, los docentes, los alumnos; muchos chicos no conocían eso y verse retratados en la computadora del censista les resultaba emocionante, lloraban”.

Los jardines son el 38% del total de los establecimientos rurales; las primarias, un 49%, y las secundarias, el 28. Un 25 por ciento de las escuelitas accede al agua potable. El 45 % sólo puede obtenerla de alguna fuente subterránea. El resto debe esperarla, una vez por semana. Es una fiesta cuando llega el carro con los bidones. Para tomar y para hacer engrudo. Para bañarse y para pintar con acuarela. Para cocinar y para refrescarse los pies a la llegada. La electricidad y el gas son utopías de otros mundos.

“La Argentina hasta ahora no sabía con cuántas escuelas rurales contaba ni en qué lugar exacto estaban ubicadas”. Es decir que “si tiene que llegar un helicóptero, cuando brota el dengue o la gripe A, va a estar horas volando hasta encontrarla”. La salud es una tragedia y la muerte está tan cerca como lejos la camilla, la gasa y el estetoscopio: una ambulancia puede tardar en llegar una hora a cualquier escuelita perdida. En el NOA, hasta once horas.

Ahora, tal vez, pueden llegar a convertirse en un puntito blanco en el mapa. Cruzadas por coordenadas. Señaladas por la pupila misteriosa del GPS. Por una vez, otros ojos asistieron a las imágenes ocultas de otro país. De un territorio remoto, ajeno e ignorado por las grandes pantallas mediáticas. Un país que también es el país. Cuyas voces se han adelgazado hasta volverse silencio. Cuyos pasos se han descarnado hasta volverse invisibles. Al que todo le cuesta mil veces más que al urbano, al central, al de la oficina donde dicen que atiende Dios.

Cuando en las altas oficinas del Palacio Pizzurno sepan cuántas escuelas hay desparramadas en campo y desierto y montaña. Cuando sepan dónde están. Cuando sepan cómo se llega. Acaso el futuro, con sus valijas maltrechas, tenga un camino más allanado para hacerles una visita.

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