Por Claudia Rafael
(APe).- Los nueve años de Cinthia Ayala Villalba se hermanaron con los de Kevin en el estallido de una bala. En el corazón de Tierra Amarilla, en la villa 21 - 24 un trozo de plomo calibre 45 se incrustó en su estómago del total de cuatro explosiones que se escucharon.
Los eneros, entre el calor de los chaperíos, empujan a la calle. Y los conflictos de los hacinamientos, las violencias enrejadas saltan y quedan al desnudo. Ajena a todo, Cinthia jugaba en la canchita. Con la frescura de los 9 años, corría como corre la infancia detrás de una pelota, una mariposa o un sueño que se empeña en diluirse. Cinthia era la menor de seis hermanos e iba a la escuela 11, 4° D.
Los nueve años de Cinthia se entremezclaban con los ritmos frenéticos de los más de 66.000 pobladores de la villa arrinconada entre las vías y el veneno del Riachuelo, entre Luna e Iguazú, en el sur porteño. Allí donde hacia finales de la década del ' 50 los cabecitas negras empezaron a forjar su historia, criando y vendiendo gallinas y huevos. Allí donde poco menos de tres décadas después la dictadura barría con topadoras las vidas de los márgenes. Esa terquedad profunda de los marginados que irrumpen por los resquicios de las prohibiciones y resisten a los Herodes modernos que intentan arrasar con la vida que a veces se cae por los precipicios de las violencias.
No fue casual que fuera el 28 de diciembre el día en que la bala tomó por asalto el cuerpo frágil de Cinthia. Entre pasillos y caseríos burbujeantes que se levantan y caen, entre bloques de dineros fáciles y aquellos sudados hasta destrozar las espaldas de los trabajadores. Es otro mundo el que respiraba Cinthia. Un mundo ajeno a los ojos del poder. Allí donde se erige un sistema de exclusión cerrado, donde el que ingresa difícilmente salga y donde las rejas son indelebles pero férreas. Donde día a día se ensancha más esa cárcel a cielo abierto.
Aquella noche hacía calor y se respiraba el clima festivo de un año duro que se iba. Al que se lo despediría para abrir las puertas a una nueva esperanza. Que quizás no llegara nunca. Cuentan que Librado Osmar Silvero Verón le pegó a su pareja en la calle. Que hubo gritos. Empellones. Que los vecinos quisieron ayudar a la mujer. Que los prefectos -en ese viejo juego de hagamos como que- sacaron a Verón del lugar, que volvió poco después y disparó.
“Cinthia será la silla vacía en 4º D, Cinthia será la alumna que muchos no tendremos en el aula, Cinthia será la compañera de juegos ausente en cada recreo para Iara y Araceli, sus mejores amigas, Cinthia será el amor infantil perdido para su vecino y compañero Brandon, Cinthia será el profundo dolor de su mamá Martina, de su familia y de sus vecinxs, para los cuales no hay felices fiestas. Pero Cinthia, como Kevin y como todxs nuestrxs pibxs, estarán presentes y serán los protagonistas de la construcción del barrio que soñamos”, escribieron los militantes de la Corriente Popular Juana Azurduy.
En apenas un segundo, el del estallido de la bala, Cinthia se hermanó con Kevin Molina, que un septiembre de 2013 estaba escondido bajo una mesada mientras a su alrededor volaban y se entrecruzaban más de un centenar de disparos en villa Zavaleta. En tan similar destino al de Ana Eugenia, que apenas sabía caminar, aquel enero de dos años atrás cuando en Dock Sud la atraparon los golpes secos de otras balas. O al de Serena Martínez, con sus siete años, aquel noviembre santafesino, en el Club Regatas.
Una y otra vez la perversidad mutila la infancia. Como la de Sabrina Olmos, en el patio de su escuela en Morón, cuando entró la feroz bala policial. La de Micaela Ruiz, de Villa Fiorito, atravesada por las balas narcos que se interpusieron con sus mandados en el almacén. O la de Enzo Ledesma, en Villa La Carcova.
Cada una de sus muertes tendrá una explicación formal, de ribetes policiales y luego judiciales, para la crónica olvidable. Resta la otra. La que unirá cada una de esas ausencias en un mismo rompecabezas. La ferocidad de las balas vistió de invierno a este 28 de diciembre. Tan gris y tan oscuramente violento que no se otea, detrás del horizonte, ni siquiera una tímida brisa que anuncie el estallido heroico de alguna primavera.
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