Por Claudia Rafael
(APe).- En ese juego que a él le encantaba hoy diría -si lo hubieran dejado- que seguía siendo el menor de la familia. Esa magia rara de los calendarios, que toca con su varita a unos pocos, hace que sólo cada cuatro años haya un 29 de febrero. Y él hubiera dicho -si se lo hubieran permitido- que recién en 2016 apagaría las seis velitas. Luciano Arruga era eso. Un niño grandulón y adolescente que se reía mucho. Que se imaginaba a sí mismo como Francescoli o, como mínimo, gritando un gol de River en el Monumental y llevándose de recuerdo un pancito de tierra con césped gallina (jamás el club reclamó por la suerte de su hincha); que cerraba los ojos y se pensaba con Mónica, su mamá, caminando los dos descalzos por la arena del mar que nunca tocó. O que, sosteniendo la cara seria por un rato, le prometía a Vanesa Orieta, su hermana, que algún día le iba a dar el regalo de conseguir el título secundario. Nada de eso fue. La vida para los lucianos suele ser otra cosa. Brusca. Con final abrupto y feroz. Devoradora de cuerpos. De sueños. De hijos. De alas. De futuro.
Seis años hubiera cumplido recién en 2016 por haber nacido un 29 de febrero de un año bisiesto y seis años se cumplen esta semana desde la última vez. Aunque pocos lo recuerden por estos días fue el 31 de enero de 2009 cuando un pibe que se había negado a robar para la policía fue arrancado por la bonaerense de sus días en Loma del Mirador. Un pibe que fue torturado en un maloliente calabozo. Que fue desaparecido en ese método sistémico tan probado en estas geografías. Que fue perseguido, descalzo, aterrorizado por las calles oscuras y devoradoras, huyendo de los lobos voraces. Que fue empujado a la muerte a escasa distancia de su casa, cruzando la General Paz por una de sus vías rápidas y a mínima distancia de un puente peatonal. Que fue enterrado como NN en un cementerio porteño. Que fue víctima de armado de causas estando vivo y estando muerto. Que fue negado tres veces y muchas más por todos los aparatos de manipulación de vidas e historias.
En un país que hoy -ante la muerte de un hombre del poder- se despierta azorado en medio del debate sobre las maniobras de los securitate; que desnuda -horrorizado- los niveles de maniobra a los que se puede exponer a una sociedad y que reconoce -hundido en la indignación- la victimización de la que se puede ser objeto, se cumplen seis años desde la desaparición de un pibe de los márgenes. En una historia en la que fue posible manipular y ocultar pruebas, adulterar registros, liberar zonas, acosar vulnerables, amenazar, torturar y perseguir a testigos y militantes o familiares, cajonear causas, mantener un cuerpo oculto en democracia bajo el formato de NN… todo, para proteger un sistema delictivo y mafioso de sostenimiento de estructuras legales.
Luciano es uno entre los más de 4.000 jóvenes víctimas de los gatillos del poder. Que siguen naciendo más allá de los márgenes. A pesar de las prohibiciones. De los encorcetamientos. De las persecuciones. Tratando de salirse de las normas férreas de lo establecido. Asomando sus rostros morenos y sus ojos achinados o gritando, a su manera -como Kanek tres siglos atrás- que no podéis atarnos. Os faltará cordel.
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