Por Claudia Rafael
(APe).- Picó contra la tierra agreste y polvorienta, afinó la puntería y le pegó. Jamás lo hubiera imaginado. Ahogó el grito primero y sostuvo la mirada tratando de entender. La pelota trascendió todo trazado y siguió un recorrido imposible de calcular. Sus ojos se vieron obligados, en silencio, a decirle adiós.
La historia es la misma de siempre. Una patada más dura de lo debido, el sueño del golazo del siglo que trasciende ese escenario de potrero gastado y el pelotazo que atraviesa el vidrio de la vecina, que cae en el patio del señor de malhumores inabordables o que se transforma en el bocado perfecto para el perrazo de colmillos afilados. Así suele ser en las fronteras baldías del conurbano, de cualquier pueblo de interiores o exteriores. Qué más da el contorno. La vecina negará tajante la devolución. El hombre de malhumores gritará cuatro puteadas al cielo. Y el perro hará estragos con el cuero veterano.
Acá la historia es otra. Tan ajena. Tan lejana. El detalle que lo distingue es el paisaje. Cortado a hachazos como tajada de cuajo suele ser la infancia. Que busca hacerle zancadillas impunes al poder y a la muerte. Que pugna por sostener ese cuadrilátero de niñez guardadito en un rincón. Prolijamente cuidado de las espadas de la crueldad.
Apenas un instante. Un minuto glorioso en el que hacer del mundo un sitio vivible y amable. Es decir, un sitio en el que se pueda vivir y amar sin confines. En el que jugar sea el despliegue de las alas hasta que la vida estalla de risas y mariposean los ojos y los brazos se agitan sin miedo. Y en el que la pelota -“reino de la lealtad humana ejercida al aire libre” para Gramsci- suele ser -diría Galeano- “no aguantarse las ganas de ser dignos”.
Los medios multiplicaron la noticia en gran parte del planeta. “Un grupo de niños palestinos ha enviado una carta al secretario general de la Organización de Naciones Unidas (ONU), Ban Ki-Moon, para solicitar su ayuda en la recuperación de un balón de fútbol que cayó sobre territorio palestino controlado por Israel. Los hechos ocurrieron hace unos días en la localidad cisjordana de Kafer Sur, en el distrito de Tulkarem, cuando un grupo de niños jugaba al fútbol. Uno de ellos le propinó un fuerte golpe a la pelota y la mandó a una zona controlada por el Ejército israelí, delimitada por una valla alambrada de seguridad que impide el acceso”. (La Nación, 05-01-2014).
La valla tiene ya casi doce años de existencia. Atraviesa pequeños pueblos y serpentea entre tierras campesinas.
“Peligro de muerte. Zona militar: toda persona que traspase o dañe la valla pondrá en peligro su vida”, se lee en los carteles en hebreo, árabe e inglés.
Siete años atrás Dua’a Nasser Abdelkader, una nena de 14 años fue asesinada por soldados israelíes cuando jugaba con una amiguita cerca de la valla en una historia que se multiplica hasta el hartazgo.
La mayoría de los niños que por estos días potrereaban en el polvo nacieron con la valla. Crecieron con ese cerco que a lo largo de su entera vida les impidió ver más allá. Les implantaron la valla como se implanta el horror o la crueldad.
Jugar a la pelota suele ser, en ocasiones, un juego extremadamente peligroso. Y a veces una pelota en los pies de un niño tiene tal temeridad y coraje como para trasponer los más sólidos e inexpugnables cotos del poder.
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