Por Claudia Rafael
(APe).- Temperley es, por estos días, la expresión moderna de aquellos modelos separatistas ante el Otro temible. Los vecinos se plantaron: juntaron 18.000 pesos y levantaron el paredón de casi tres metros. Ahora -dicen- duermen tranquilos.
Cuando en 2008 un equipo arqueológico sirio-francés desenterró en Suweida, al sur de Siria, los restos de los muros de una ciudad fortificada del tercer milenio antes de Cristo sabía que se topaban con una constante reiterada a lo largo de la historia de la humanidad. Los miedos de aquellos hombres y mujeres de la Edad de Bronce se asemejaban -con todas las variantes aportadas por la modernidad- a los que sintieron los vecinos de Temperley que juntaron 18.000 pesos y cerraron la cuadra de Lavalle y Meeks con una pared de ladrillos, concreto y alambre de púa. Tan lejos ellos de aquellos días de piedra y muerte temprana, su opción fue exactamente la misma.
Hoy Occidente se amuralla contra la miseria del mundo para así conservar sus riquezas. El hombre medieval teme sobre todo al pagano, al musulmán y al judío, infieles que debe convertir o destruir pero desconfía también del otro, de su vecino, y contra él se amuralla, escribió Georges Duby en “La huella de nuestros miedos. Año 1000, año 2000”.
Desde los orígenes de la humanidad el concepto de territorialidad ha sido una clave. Un concepto que estuvo enraizado -con todas las variantes inimaginables- a la economía y a los botines de la opulencia. Y la puja feroz por el espacio fue la constante que demarcó la historia. Es extraño pero en la vastísima historia del hombre las soluciones separatistas no han tenido variaciones profundas. Irlanda del Norte, Ceuta y Melilla, México, Palestina, Temperley o, cuatro años atrás, San Isidro. Y más extrañeza aún genera cuando rastrear cada uno de las murallas vergonzantes de la historia demuestra que jamás significaron una solución a un problema mucho más profundo, desgarrador y medular.
Temperley (Lomas de Zamora): 2,80 metros de altura, 18.000 pesos, mes de noviembre. “Los vecinos están cansados que su cuadra sea la vía de escape de los delincuentes. Los comerciantes también saben que abundan los robos de ruedas de vehículos y a las personas que esperan los colectivos de noche en las esquinas” (diario La Nación, 8-01-2014).
San Isidro: 3 metros de altura. 240 metros de largo. Impedía que los vecinos del barrio Villa Jardín (San Fernando) pudieran cruzar por cuatro calles al barrio de La Horqueta (San Isidro). “La idea era cerrar las calles por las que, de acuerdo con la información aportada por los 33 vecinos de La Horqueta, eran utilizadas por los delincuentes que robaban en el barrio y buscaban refugio en Villa Jardín”. “Cada municipio tiene distintas maneras de encarar la crisis de la falta de seguridad del Gran Buenos Aires”. “El 80 por ciento de los delincuentes que actúan en la zona no son de San Isidro”. (dixit Gustavo Posse, intendente de San Isidro, abril de 2009). El escándalo que se desató los obligó a derribarlo.
Fue el inicio de la acumulación de cosechas lo que promovió la necesidad de defenderse “de los merodeadores”. Pero uno de los primeros registros arqueológicos conduce a Jericó (hoy Cisjordania) para encontrar entre 8.000 y 6.000 años antes de Cristo los primeros muros de adobe y arcilla que buscaban proteger las casitas de ese mundo exterior que resultaba hondamente peligroso y agresivo.
La clave era (y sigue siendo) refugiarse detrás de empalizadas pro-securitate. La humanidad se ha empeñado en esa suerte de autoengaño. Erigir un muro genera una sensación de protección y de cuidado ante ese Otro atroz que se presenta ante mis ojos como la amenaza voraz. De aquel que simboliza la destrucción. Del distinto. Del que cayó, por los designios del azar, del otro lado del invisible paredón de los desterrados. Y que habrá que visibilizar con barreras de concreto y muerte. Que habrá que exiliar a través de mirillas y murallas que intentan poner más allá de los ojos el rostro del enemigo que deambula y merodea.
Tenerlo lejos. Saber que aquello que no veo, no existe. Anularlo. Destruirlo.
Desde aquellas viejas murallas de Jericó sólo ha habido perfeccionamientos en los mismos y consabidos paredones. Alambres olímpicos o muros de concreto abonados con ingredientes móviles: las fuerzas de seguridad actúan como vallados intermitentes; decenas de miles de cámaras de seguridad son, en tanto, el permanente ojo vigía.
El modelo neoliberal se empeña sistémicamente en ocluir toda posibilidad de transformación. Y cíclicamente se produce la explosión de pústulas diseminadas que representan, sin más, el rostro desembozado de la exclusión. La irrupción desde esa violencia arrullada por la inequidad y el desencanto. Que entre largos períodos de mansedumbre en ocasiones estalla y salpica con sus esquirlas las vidrieras de los incluidos. Entonces, un nuevo muro se alza para tratar de jugar, mientras dure, al juego de no ver.
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