Por Claudia Rafael
(APe).- Cinco años.
Y todo es ausencia. Una vez más un 31 de enero. Como cada año desde aquel 2009.
Sesenta meses.
Y Luciano no está. Luciano sigue entrampado en los rincones oscuros y nebulosos de la nada. Luciano es memoria que recuerda como una sombra zigzagueante que la impunidad es diosa pagana para los arrabales.
Mil ochocientos veinticinco días.
Pero Luciano es. Aunque él no está, es. Lo dejaron anclado en ese territorio inexpugnable. Se lo llevaron con vida. Como a aquellos otros 30.000 de los días en que reinaba el plomo terrorista del Estado. Pero a Luciano se lo llevaron los brazos de ese mismo Estado en los tiempos de la República.
Cuarenta y tres mil ochocientos horas.
Y Luciano, en ese lugar de nadas e irrealidades, sigue gritando que no. Se los dice en la cara. A ellos, los príncipes de la oscuridad. Los que arrinconan y desaparecen. Los que marcan los territorios como fieles servidores de los dueños de ese mundo tan ajeno a la ternura.
Dos millones seiscientos veintiocho mil minutos.
Desde aquella noche y desde aquella esquina. Desde aquellos gritos. Y desde aquellas torturas que le marcaron la sangre y la piel. Que lo dejaron sin futuro. Y Luciano no lo sabía entonces. Porque aquel día y aquella noche y las que vinieron luego Luciano no lo supo. No podía saberlo. Era imposible para un pibe como él, que tenía ya la piel hecha girones, que tenía la sangre hirviente de rabias descosidas de tanta podredumbre que veía y con la que chocaba él que era dignidad pura, saberse símbolo y esperanza. Conocer que su nombre sería bandera de los dignos. Que se alzan desde los pavimentos y los barros. Que aprendieron con los cachetazos nacidos de la resistencia que hubo un pibe que hace cinco años, sesenta meses, mil ochocientos veinticinco días, cuarenta y tres mil ochocientas horas, dos millones seiscientos veintiocho mil minutos se negó a ser el soldado de la corona. Que se paró ante los poderosos de uniforme, soldados a su vez de otros poderosos (con o sin uniforme) y les espetó la palabra más terrible y potente, la más inesperada y tajante. Luciano Arruga les gritó que no.
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