Por Claudia Rafael
(APe).- Con el anuncio vía twitter, entremezclado con sus felicitaciones a la reina de la vendimia, el gobernador dejó las cosas en claro. En 140 caracteres @PacoPerezMza comunicó que aceptaba la renuncia de Fernando Herrera, director del Programa de Derechos del Niño y de la Niña y, en los siguientes 140, hizo pública la suspensión preventiva de otros dos funcionarios. Con eso, Francisco “Paco” Pérez, gobernador mendocino, bajó toda persiana, tajeó el hilo en el punto exacto, certero, filoso y dedicó los posteriores twitts a inauguraciones, subsidios, festejos y otras yerbas. No habrá Estado en el banquillo.
No habrá dedo acusatorio sobre sí, pensó. Y entonces, a la pequeña Luciana Rodríguez, con sus tres años, con ese cabello renegrido y un par de ojos enormes y vivaces, la habrá asesinado una entelequia malvada con representación en la tierra a través de su madre y su padrastro y, a lo sumo, por ese manojo de funcionarios que individualmente -jamás en nombre del Estado- están bajo proceso.
Luciana fue la víctima de una horda de asesinos múltiples. La mataron infinitas veces en su corta vida de tres años. Y, ya muerta, la volvieron a matar. Tantas veces como fue necesario.
“Estaba sola en la calle y con síntomas de abandono”, reconoció el subsecretario de Relaciones con la Comunidad, Alejandro Gil. ¿Cuánto tiempo, cuántas humillaciones, cuántas vejaciones y golpes debe sostener sobre sus hombros una nena de tres años “sola en la calle y con síntomas de abandono” para que los infinitos organismos de las áreas de infancia, de desarrollo social, de protección a la víctima, de detección precoz del abandono, de derecho conciente e inconciente para los pobres rezagados del planeta intervengan a tiempo?
“No teníamos denuncias de lesiones”, esbozaron en palabras escasas Fernando Herrera y Alejandro Gil en los manotazos de ahogado de los primeros días.
No existe un mapa de indicaciones satelital para seguir en detalle la reconstrucción medular de la impiedad. Como en el viejo juego de la búsqueda del tesoro cada pieza hallada llevará a otra interconectada en un rumbo perverso que, sin embargo, verá truncado el hallazgo de la pieza primigenia. Aquella que forzaría sin miramientos a que fuera el Estado mismo en su desnudez más obscena el que se sentase ante un tribunal severo e inclemente que por primera vez en la Historia fuese con su mirada mucho más allá de las responsabilidades inmediatas de la muerte. Un tribunal que obligase al Estado a responder por qué sistemáticamente se empeñó en devolver a Luciana Rodríguez a su madre. Que impusiera a ese Estado revelar en detalle por qué desplegó una y otra vez la venda sobre sus ojos y tapó en profundidad sus oídos ante cada señal. Por qué se negó a escuchar cuando un cuidacoches, un simple y mundano cuidacoches, un común hombre de los márgenes, dijo que la había encontrado sola, en la calle, llorando de hambre y la llevó a la comisaría para que la ayudasen. Y ese mismo tribunal con los ojos atentamente puestos en el rostro gélido del imputado intimase al Estado a desnudar los procedimientos rutinarios de cajoneos o de aceleraciones de causas, todo depende, destinados a tronchar alas y a martirizar sueños.
Luciana Milagros Rodríguez tenía tres años. Una hermana de dos, otra de seis meses y una más en el vientre de su mamá, ahora presa por homicidio igual que el padrastro. Con la misma celeridad con que los dispositivos del control social del viejo Patronato despojaban de los niños por la peligrosidad moral, ideológica, que sus familias comportaban, a Luciana -como a tantos otros niños de la intemperie- la devolvieron sistémicamente a un hogar destrozado por el destierro de la ternura.
Los ejércitos de psicólogos que caracterizaron. Los batallones de operadores que controlaron. Las huestes de telefonistas de los números de denuncia que cajonearon. Los organismos enteros que calificaron. Los policías que no detectaron, ni vieron, ni escucharon. Los ministros eficaces que articularon. Los poderosos gobernantes que orquestaron. Todos, perfectos engranajes dispuestos a cumplir ejemplificadoramente con su rol hasta las últimas consecuencias.
La crueldad usa uñas buenas. Los agujeros del país las pintan con esmalte rojo y las instituciones felicitan de pie, escribió alguna vez Juan Gelman, el Poeta que no murió. Y él sí que sabía tanto de estas cosas.
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