Por Alfredo Grande
“Antes reía para no llorar. Ahora lloro para no matar” (aforismo implicado. A.G.)
“En la cultura represora, todo se tapa con un manto de silencio. En la cultura no represora, todo se destapa con un manto de palabras” (aforismo implicado. A.G.)
(APe).- Sigmund Freud en su polémica con Carl Jung sentenció: el que sabe esperar no tiene que hacer concesiones. No las hizo Scalabrini Ortiz y pudo escapar de las tentaciones y alucinaciones del poder.
El punto de inflexión de esperar… es desesperar. La historia primero es tragedia y luego se repite como comedia, cada vez más cercana al grotesco. Y se seguirá repitiendo como sainete, teatro del absurdo, hasta el delirio final donde no se puede determinar qué es ficción y qué es realidad. García Marquez llamó a esto el realismo mágico. Como si toda la casta política en los gobiernos y casi toda la casta política en la oposición quisieran sumarse al “barrilete cósmico” con el cual Víctor Hugo Morales bautizó al entonces genial Maradona.
No sé si cósmicos, pero los barriletes son epidemia y endemia en el Poder. Vuelo corto, siempre agarrados por un largo piolín, dependiendo de los vientos, sin ninguna autonomía, ridículos en los inútiles círculos que dan sin ningún rumbo. Estos barriletes cósmicos y cómicos, re elecciones mediante, pueden estar décadas dando piruetas en el aire, sin avanzar ni medio metro, sometidos a un piolín manejado por su verdadero dueño.
Estando tan arriba los barriletes nada saben de las fuerzas que los controlan. Y siendo de madera balsa, telas pintadas, costuras precarias, se imaginan ser los cóndores majestuosos que los Andes envidian. El cóndor pasa, el barrilete cósmico y cómico se queda. Para siempre petrificado en los murales de la historia en el exacto lugar donde muchos prometieron todo, y muy pocos cumplieron algo. Cambian los discursos, cambian los modales, cambian los estilos, cambian las escenografías, cambian los que aplauden, cambian los que gritan, cambian los que roban, cambian los que juzgan, cambian los que indultan, cambian los que mienten… pero, y lo lamento querida Mercedes, nada cambia. En el peor de los casos, cambia para no cambiar.
Lo que Lampedusa describe en su novela Il Gattopardo ha quedado inscripto como patrimonio cultural de la humanidad como “gatopardismo”. Cambia para no cambiar, una de las más exquisitas estrategias de la cultura represora. Los que no cambian para no cambiar. No serán genios, quizá ni siquiera figuras, pero así seguirán hasta la sepultura. Son peligros, son obstáculos, pero de alguna manera se marcan solos, de puro bizarros que son. Van siempre amarraditos los dos, o los tres, con sus espumas y sus terciopelos. Y miran con la mirada que tendrían sus abuelos.
El grave riesgo para cualquier política emancipadora son las legiones de gatopardistas. Conversos de sí mismos, conversos por convicción y oportunismo político e histórico, conversos precoces y tardíos, últimos en llegar a todas las funciones y primeros para sentarse en las mejores butacas. Hijos, sobrinos, tíos, madres y padres del Poder. El Poder como el fundante del Estado, incluso del más benefactor. Como hiciera el desgraciado Erik, el fantasma de la Ópera, ocultaba su rostro terrorífico con una máscara. Algunos llaman a esta máscara Planes Sociales.
Creador de neologismos encubridores, los barriletes cómicos y cada vez más tragicómicos han decretado que la única realidad es su verdad. Algunos llaman a esto cadena nacional. Los barriletes cósmicos, cómicos y tragicómicos cambiar todo el tiempo para no cambiar jamás. Pero en ese juego permanente logran algo que tiene precio y tiene valor: hacernos perder tiempo. En la espera de aquel que decía “siempre que llovió paró” mientras se lo llevaba la correntada. Río abajo voy llevando la jangada, lavarropas, heladeras y demás… Hay que invertir esa racionalidad represora: “siempre que paró, llovió”. Pero ahora cuando llueve el agua arrasa porque en la ciudad todo se asfalta, y en el campo todo se tala.
Los barriletes gatopardistas han logrado convertir el agua, inundaciones mediante, en un peligro. El aire, contaminación mediante, en otro peligro. La tierra, agrotóxicos mediante, en otro peligro. Han convertido vivir en un peligro. ¿Pisaremos las calles nuevamente de lo que fuera Santiago ensangrentada? El fascismo es cruel pero nunca asesina en vano. Los valientes de la valiente década del 70, como aquellas oscuras golondrinas, no volverán. Y el cielo por asalto nunca fue para barriletes, ni cósmicos ni cómicos.
Hoy padecemos las diferentes versiones del único guión en disponibilidad. Todos los actores buscan un solo autor. Ese autor tiene un nombre propio: Centro. Depende de los públicos, podrá ser centro derecha, centro izquierda, centro centro. En el centro, el gatopardismo se siente y se piensa a sus anchas y a sus largas. En el centro, todos los barriletes, tienen sus 30 segundos de fama. No es casual que un dirigente gremial se anime a decir sin que el Ministerio de Trabajo lo aperciba, que hay infiltración izquierdista en los gremios.
Aparecen nuevamente los barriletes que ya no son cósmicos, ni cómicos, sino los barriletes macartistas. De vuelo corto pero de exterminio largo. Líneas de fuga de ese centro impoluto. Que a veces más que Centro parece un aguantadero de toda la canalla reciclada. La democracia no deja de ser el mejor lugar para el reciclado de la basura reaccionaria. Y no deja de ser cierto que por más que separemos la basura, no deja de ser basura.
El hombre que está solo hace tiempo que ha visto pasar por tierra, por agua y por aire, toda la basura acumulada en los años de plomo y en los años de plastilina. Y la basura de todas las basuras es la deuda externa, tan solo porque no es deuda sino que es estafa. Y los Poderes de la democracia que al negarse a analizar la basura, forman ahora parte de otro tipo de basura, pero basura al fin. Aquello que no quisieron analizar, para al menos separar deuda legítima de ilegitima, deuda de estafa, deuda de deuda odiosa, retorna desde el exterior jurídico y político como fondos buitres.
La máscara del desendeudamiento ya no puede ocultar el repugnante rostro de la usura internacional y del gatopardismo nacional. Y no digo popular, porque popular es otra cosa. Popular es pueblo, y el pueblo hoy está vencido. Somos pagadores seriales… o sea exterminadores seriales. Porque lo que se paga afuera se termina debiendo adentro. Por eso el hombre ya no tiene que estar solo y tampoco tiene que esperar.
El sujeto colectivo no espera ni desespera. Declara la guerra a esta cultura represora del exterminio y solo desea que los libres del mundo respondan a un gran pueblo argentino que no solo se junte para gritar un gol. Que de un deporte no se haga bandera, que de un deporte no se haga industria mafiosa, que de un deporte no se haga razón de estado. Los barriletes cósmicos, cómicos, tragicómicos, macartistas seguirán volando. A las hondas, compañeros. Habrá que hacerlos bajar.
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