Por Claudia Rafael
(APe).- Rustu Recber se paró en el arco con su casi metro 90 y sus 29 años. Exactamente cuatro minutos después de que el silbato iniciara el segundo tiempo, un fenomenal Ronaldo le destrozaba la dignidad de un golazo. Hacía cinco días que el invierno había empezado a nacer. A 18.500 kilómetros la estación ferroviaria en una Avellaneda de historias anarquistas y obreras quedaba impregnada para siempre de la sangre y la violencia que se devoraba las vidas de Darío y Maxi y los devolvía bandera. Ese 26 de junio de 2002, de este lado del mundo las hilachas de frío escarchaban las calles. En Saitama, Japón, tan lejos, tan otra historia -prolijamente opresiva- el calor y la humedad empujaban a Ronaldo a detenerse en ese preciso instante presintiendo el sabor dulzón de la victoria.
Tres mundiales atrás, Argentina se había quedado en la primera ronda, casi como un designio pertinaz. A pesar de Batistuta y Verón, le duró poco esa ilusión adrenalítica y dios no fue argentino sino brasileño. El mismo Ronaldo Luís Nazário de Lima que algunos días atrás clamaba a la policía “hacer caer las porras” sobre las manifestaciones antimundial, se consagraba entonces segundo goleador y hacía historia. No sabía siquiera dónde quedaba Avellaneda ni quiénes eran Darío o Maxi, menos aún qué estaba sucediendo exactamente en ese instante glorioso de su vida en una estación de trenes de olor a fritanga y sudores viscosos, de hormigueos cotidianos, donde ese día la vida y la muerte se jugaban y los desarrapados perdían irremediablemente por goleada.
Tres copas del mundo más tarde no hay responsables políticos. Sólo culpables en la inmediatez, como Fanchiotti o Acosta.
Cuatro después, Argentina volvería a quedarse en los cuartos de final. Alemania, dueña de casa, dejaba fuera de combate al equipo de Pekerman, con un Lio Messi que se estrenaba con apenas 19. A 11.000 kilómetros el desafío era comerse el mundo. Ese universo de fotogramas manipulados tan ajeno a las crueldades de la historia.
Alemania hacía rato había enterrado y cerrado bajo mil candados sus propias sombras. Las heridas nunca cicatrizadas de la oscuridad más perversa quedaban a un lado. Tan parecidas en tinte y densidad a esas otras que se desnudaban en los tribunales federales que escuchaban la voz pausada de Jorge Julio López. Que en julio hablaba ante los jueces de tormentos, golpes, gritos. “Dale, dale, dale, subíla más todavía…”, desgranaba que decía Etchecolatz desde un costado, en la octava de La Plata, en aquel 1976, emblema de tanta muerte. Hilo conductor de los relatos más estremecedores del horror (“Patricia (Dell´Orto) gritaba no me maten, no me maten… quiero criar a mi hija”) la cadencia de su voz envuelve. Congela el aire. Perturba e inquieta. Y fue clave para que el 18 de septiembre de ese mismo año mundialista, Miguel Etchecolatz, uno de los temibles, fuera condenado a prisión perpetua.
Lejos, muy lejos, los diarios italianos todavía hablaban de ese penal de Fabio Grosso, que se reía, que lloraba, que corría. Que danzaba en un sinsentido de pura felicidad sobre el césped hondamente verde de una Berlín que hacía rato había sepultado la voz chillona de Adolf Hitler y que había derrumbado el muro que durante 28 años partió en dos la ciudad.
Y mientras Grosso bailaba y festejaba, en la zona VIP de la cárcel de Marcos Paz se diseñaba la segunda y definitiva desaparición del testigo clave.
Miguel Osvaldo Etchecolatz, mano derecha de Ramón Camps, tiene ya 84 años. Su esposa, Graciela Luisa Carballo, pidió a través de un amparo que le concedan el arresto domiciliario en su casa de Bosque Peralta Ramos. Jorge Julio López tendría 85. Casi la misma edad. Pero su segunda desaparición, en septiembre de 2006, no se lo permitió.
Como una cantinela imparable, cuatro años más tarde la parafernalia mundialista desembarcaba en Sudáfrica. Con esa obscenidad propia del mundo de primera, que pasea sus opulencias ante ese otro olvidado, ahogado en pandemias de violencia institucional y de las otras. La negritud de la tierra, sacudida por los terremotos de la crueldad humana, abrió sus puertas a la fastuosidad del planeta FIFA durante treinta días exactos.
Ajena a todo, en el barrio Boris Fulman (El Alto, Bariloche) la vida y la muerte se jugaban en una partida de ferocidades. Un plomo policial sacudía con un tiro en la nuca a Diego Bonefoi. Apenas 15 años. Con esa morochez extendida, su vida concitaba rabias y su muerte arreciaba desde los despojos. Itakas, pistolas automáticas, golpes y gatillos alegremente desmedidos, sumaban a ese territorio inexpugnable de la no vida a Nicolás Carrasco, con apenas 16 y a Sergio Cárdenas, con sus 29.
Argentina, ajena a todo, vivaba al Pipita Higuaín que a 8.000 kilómetros de distancia rompía tres veces el arco contrario. Por cada golazo suyo un plomo policial derrumbaba una más de esas vidas ajenas a la postal en una Bariloche que, en los altos, no conoce de cloacas, de agua potable, de gas y, menos aún, de suntuosodades. A 8.000 kilómetros de distancia ese mismo 17 de junio el equipo de Diego Armando Maradona derrotaba a Corea del Sur por cuatro a uno.
Brasil llegó mientras las gentes del Alto siguen clamando por justicia. Es, según los especialistas, el mundial más caro de todos los tiempos. Para uno de los países más desiguales del planeta. Más ricos y más pobres al mismo tiempo.
México quitaba ayer a Brasil la adrenalina por el gol que nunca fue. En las mismas horas, la policía federal arrojaba gases lacrimógenos en el centro porteño frente al no al modelo productivo que ofrecen Monsanto, Syngenta o BASF.
La fiesta ya está en marcha. Sin Darío, sin Maxi ni los pibes del Alto. Sin Jorge Julio López. En un escenario en el que se derraman las ausencias.
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