Por Salvador Capote
Con la abdicación del rey Juan Carlos I y el consiguiente regocijo de los pocos elefantes que quedan en el mundo, subirá al trono de España un nuevo felipillo, con el nombre de Felipe VI, heredero de una monarquía que debe su restauración al fascismo, al franquismo y a un ejército que sólo ha ganado batallas contra su propio pueblo.
No cabe duda de que los felipillos que han gobernado España, desde Felipe I el Hermoso, tan hermoso y tan infiel que Juana la Loca, hija de los Reyes Católicos, se volvió más loca todavía al conocer su muerte, han dejado hondas huellas en la historia. Ambicioso y arrogante, el primer felipillo otorgó cargos y prebendas a sus consejeros flamencos quienes robaron a más no poder mientras él dedicaba su tiempo a desflorar doncellas. Lo corto de su reinado (poco más de dos meses) fue el resultado de sus excesos físicos de alcoba.
Felipe II el Prudente, contrajo matrimonio con su doble prima, María Manuela de Portugal, luego con su tía María Tudor, más tarde con Isabel de Valois, niña aún, a quien asesinó de acuerdo al Manifiesto de Guillermo de Orange, y, por último, con su sobrina Ana de Austria, de cuyo matrimonio nació el príncipe Felipe, futuro Felipe III, heredero del amplio espectro de genes psicopatológicos de la realeza española. El otro príncipe, su medio hermano, don Carlos, había heredado también los trastornos mentales de sus mayores, el famoso cirujano Vesalio hubo de practicarle la trepanación del cráneo y había muerto diez años antes encerrado en el Alcázar, acusado por su padre de traición.
Este rey, bajito de estatura, taciturno y vestido siempre de negro, fue tan prudente, tan prudente, que en un solo día mandó quemar en las hogueras de la Inquisición a más de 10,000 personas acusadas de herejía.
Felipe III el Piadoso, hijo de Felipe II y de su sobrina Ana de Austria, no oculta su condición de imbécil ni en los retratos creados con el pincel halagador de los pintores de la corte, pues ni los grandes maestros podían disimular las taras de familia generadas por sucesivos matrimonios incestuosos. “Temo que me lo gobiernen” había dicho su padre y, en efecto, dejó el gobierno en manos de sus validos, privados y favoritos, a quienes permitió robar a saco abierto mientras él dedicaba todo su tiempo a la caza, al teatro, al baile y al juego. Este rey flojito era tan piadoso, tan piadoso, que expulsó sin piedad a los moriscos (más de 300,000) que habitaban en España quién sabe desde cuando.
Felipe IV el Grande, hijo de Felipe III y de su prima Margarita de Austria, lo único que tenía grande era el bigote tipo manubrio de bicicleta que le pintó Diego Velázquez. Durante su gobierno el reino perdió a Portugal y a las Provincias Unidas, y la Francia de Luis XIV pasó a ser la potencia hegemónica en Europa. Abúlico y frívolo, dejó el gobierno en manos de su valido, el conde-duque de Olivares y se dedicó, al igual que su padre, a los placeres de la vida.
Felipe VI
Felipe VI
Felipe V el Animoso, el de “Anda niño, anda, porque el cardenal lo manda”, cuya subida al trono provocó una sangrienta guerra europea de sucesión, recluido por deterioro mental y que andaba desnudo por el Pardo por temor a que le vistiesen con ropas envenenadas, nunca gobernó y dejó que sus mujeres gobernaran por él. Afrancesado, construyó los jardines de La Granja a imitación de Versalles adonde quiso siempre regresar y era tan animoso, pero tan animoso, que pasó la mayor parte de su vida en depresión profunda.
Al nuevo felipillo qué apodo le pondrán: ¿Felipe VI el Indeseado?, ¿el Parásito?, ¿el que ni pincha ni corta?, ¿la venganza del elefante? –No es posible saberlo, pero estoy seguro que el ingenio de los españoles le asignará el más apropiado. Y lo peor no son sus taras de familia sino su misión de garantizar que el pueblo español sufra sin rebelarse los ajustes económicos draconianos exigidos por las oligarquías financieras europeas.
Las guerras de sucesión ya no están de moda, pero cualquier cosa puede suceder cuando en Madrid, en Bilbao, en Barcelona o en cualquier lugar de España la masa de indignados toma las calles. Dar continuidad a la monarquía -corrupta por demás- es el mayor error estratégico que han cometido los oligarcas contra un pueblo que siente que es hora de guardar la corona -el más anacrónico de los objetos- en un museo.
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