Por Claudia Rafael
(APe).- “Cuando uno trabaja desde chico, tiene mayor conciencia social”. La frase, en boca de Evo Morales, chocó de lleno contra la clásica naturalización que considera la prohibición del trabajo infantil como una batalla incuestionable. El flamante informe del Observatorio de la Deuda Social de la UCA plantea que “la propensión al trabajo infantil entre 2010 y 2013 disminuyó en un 2,7 por ciento” en chicos de “5 a 17 años”. Aunque argumenta, a la vez, que la merma radica básicamente en una caída del trabajo económico en el mercado. La OIT (Organización Internacional del Trabajo) registra una reducción del 6,4 al 2,2 en el grupo que va de 5 a 13 años, entre 2004 y 2012. Ni una ni otra estadística refleja una mejora en las condiciones de vida de los niños y jóvenes en el país o en el mundo. Está prohibido trabajar con menos de 16 años pero no está prohibido padecer la vulneración y la calle como destino irreductible.
La conciencia social de la que habla Evo Morales se enfrenta a la más extendida de las verdades reveladas que pugnan a rajatabla por la erradicación. Que desde páginas ministeriales argentinas se fundamenta incluso, a partir de la determinación de “fortalecer integralmente al grupo familiar de las niñas y los niños en situación o en riesgo de trabajo”. Y que completa conceptualmente la OIT: “Se les niega la oportunidad de ser niños”.
Más de un siglo y medio atrás, Karl Marx fundamentaba que no era la conciencia del ser humano la que determinaba su ser, sino más bien al revés: su ser social es determinante de su conciencia.
Desde entonces hasta este presente en que la impronta cultural obliga a repetir -naturalizadamente- que el lugar del niño es exclusivamente el juego, la casa calentita y el pizarrón transcurrió mucha historia, mucha batalla y mucha destrucción. Ezequiel Ferreira, a los seis años, no tenía juego ni casa calentita y menos aún, un pizarrón en el que garabatear su nombre y dibujar un cielo intensamente azul. Ezequiel, que murió por los venenos de la sangre y el guano de las gallinas que se volvieron cáncer, no era un niño trabajador. Era un esclavo de la industria avícola junto a toda su familia, llevada a Campana desde Misiones por reclutadores muy bien pagos. Como tantos adultos, Ezequiel y su familia fueron arrojados a los acantilados oscuros de la esclavitud. Envueltos en cadenas extendidas que degluten con voracidad para multiplicar la sed y el hambre del dios mercado. Tampoco tienen el juego, la casa calentita o el pizarrón los soldaditos encerrados en un bunker durante horas y más horas para vender un pasaje a la inconciencia y la muerte a otros que, por pertenencia, marginación y vulnerabilidad, se le parecen demasiado.
Trabajo es otra cosa. Es la dimensión social de la esperanza, lo que organiza las vidas, lo que da lugar a la conciencia colectiva. El espacio en el que, como el del juego o el de la escuela, se aprende a modelar la identidad y el ser. El que -en las antípodas de la humillación y el tormento de la esclavitud- amasa la vida propia y transforma el espacio social, natural y cultural.
Con el estigma de la generación nombrada despectivamente como “ni ni” cientos de miles de niños y jóvenes ven determinada su conciencia por ese espacio suyo de pertenencia que es la calle. La esquina devino el componente humanizador. 900.000 para la iglesia. 500.000 para el ministerio de Educación. Donde suele no haber territorio para el juego, ni para el salón de clases, ni para el trabajo. La desesperanza y el no futuro son ahí el abono para la no - conciencia.
Los mismos que erradican el bien colectivo del trabajo son los que apuntan los cañones para prácticas de punición ni bien traspasen la frontera tajante de lo prohibido. Doble e inexplicable discurso aquel que prohíbe trabajar pero avala su imputabilidad.
Hubo un tiempo en que existían los aprendices de oficio. En donde el taller era el espacio para crecer. Para construir a ese ser pequeño en un experto. Para humanizar la naturaleza y humanizarse a partir de eso que Evo Morales hoy define diciendo que deviene en conciencia social. Para saber que ser un trabajador es una categoría suprema, en donde devendrá compañero (cum pani: compartir el pan) junto a otros tantos con los que amasar la vida y humanizar los sueños. Categoría tan lejana, tan ajena, tan en las antípodas de la de la esclavitud.
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