Leonel de los yerbatales (APE) Foto : Pablo Valle Por Claudia Rafael (APe).- Leonel Da Silva tiene dos años. Dormía hace unos días el sueño de los dulces cuando salió...

Leonel de los yerbatales (APE)

Leonel

Foto: Pablo Valle

Claudia Rafael

Por Claudia Rafael

(APe).- Leonel Da Silva tiene dos años. Dormía hace unos días el sueño de los dulces cuando salió a caminar entre yuyales mientras se adentraba en la selva. Quizás soñó con duendes y animales de espléndidos colores que lo escoltaban a su paso. Se habrá acostado a descansar por momentos en la roja tierra húmeda. Habrá hablado con las hojas que se mueven y los árboles que abrazan. Que abren sus fauces y señalan con sus ramas que se entrelazan unas con otras. Leonel anduvo en redondo y sin rumbo hasta que lo encontraron, dos días después llorando de sed y de soledad. Con su autito a un lado. Leonel es un niño que crece entre los yerbatales. Que conoce el olor del barro. Y se adormece a diario mientras su papá, de 25 años, y su mamá, de 17, recogen las hojas que irán podando y separando para cargar los enormes raídos. “Hormigueando entre las plantas verdes, con sus caras oscuras, sus ropas remendadas, sus manos ennegrecidas: la muchedumbre de los tareferos”, como escribía Rodolfo Walsh cuando 1966 desandaba sus últimos días. Poco ha cambiado a través de las décadas para los herederos del mensú, como los llamó el emblema del periodismo argentino, aquel que definió que “el sistema no castiga a sus hombres: los premia. No encarcela a sus verdugos: los mantiene”.

Misiones y Corrientes producen 250 millones de kilos de yerba anuales. En cosechas que van levantando Gilberto Da Silva y tantos otros que saben el oficio desde los tiempos niños. “Acá nadie quiere pagar nada, te vas a trabajar por día y te pagan 200 pesos. Comprás un kilo de carne y otro de arroz ¿y con cuánto te quedás?”, dijo el papá de Leonel a los diarios misioneros. “Terminamos la cosecha y vamos a ir a otro lugar. Siempre en campamentos”. Hay quienes tienen recibos de cobro de 600 pesos en el mes. Porque el resto, son simplemente vales.

Misiones concentra unos 24.000 tareferos de los que sólo están registrados unos 5.000. La mayor parte sigue construyendo una ruta de la yerba a sangre y sudor. Tan contrastante con aquella ruta que se ofrece en los paquetes turísticos: “allí donde la naturaleza es generosa y el calor es intenso, se cultiva la yerba mate. Por paisajes verdes y pueblos amigables, esta ruta lleva a los viajeros a los orígenes de una de las más antiguas y típicas costumbres argentinas”.

Fabián Da Silva tenía 23 años. Fernando Piñeiro, 13 y su papá José Francisco Piñeiro, 42. Lucas Da Silva Rodríguez, rozaba los 14 y Edgar Ferreira, los 17. Luis Godoy tenía 33 años. Miguel Miranda, 55 y su hijo, Hugo Franco, 33. Todos pasajeros del camión de herrumbres y traqueteos rumbo a la tarefa. Todos ellos esclavos de los yerbatales, como golondrinas que vuelan de cosecha en cosecha. Era marzo de tres años atrás sobre la ruta 220. Juan Carlos Terres tenía 22 allá por el 2005. Ruta provincial 25. Paraje Comandante Andresito, cerca del puerto. Iba rumbo a la tarefa. Julio Benítez, Guillermo Rodríguez, José De Olivera y Ramón Ayala son recordados, desde octubre de 2000, como "los mártires de Aurora". Fabricio Cesar Espíndola tenía 19 meses. Murió aplastado por un camión en uno de los yerbatales, donde sus padres tarefeaban. Fracrán, Misiones. Julio 2013. Las listas de la otra ruta de la yerba mate son extensas y no hay registros completos de los excedentes de la esclavitud. Los que van quedando al borde del camino y ya nadie los espera. Los que viajan como raídos sobre el camión. Uno sobre otro para pagar con su sudor silencioso el precio del sometimiento.

“En un yerbal alto como éste, el jefe de la familia trepa al árbol y con la tijera poda las ramas que su compañera y su prole cortan y quiebran en un movimiento incesante, separando la hoja del palo y amontonándola en las ponchadas -dos bolsas abiertas y unidas- que cuando estén llenas se convertirán en raídos”, decía Walsh.

En la cosmogonía guaraní, el viajero llegó con sus andrajos y golpeó las manos ante la choza de un viejo hombre que compartió con él toda su riqueza. Un trozo de pan, único alimento diario, sobre la mesa. Era Tupá, el dios guaraní que le entregó como recompensa a su generosidad una planta de Ka'á. Que ya en la tierra se multiplicaría al infinito. Y que le describió como “calmante de la sed, compañía para las horas de soledad y generoso tributo para las visitas”.

Leonel dormía su sueño dulce hace apenas unos días cuando salió a conversar con gnomos y fantasmas. Su padre, Gilberto, dijo que se lo llevó el pombero. El duende que rapta a niños y niñas en la leyenda guaraní. “Desde el primer día dije que fue el Pombero”, contó el hombre. Aquel al que hay que dejarle tabaco, miel o caña para tenerlo de aliado. Para que no se robe a los niños y se lleve a las niñas para embarazarlas. Para que en la siesta no quiera ponerle un niño a su soledad. Y tal vez el Pombero le tuvo piedad a su Leonel. Por eso lo devolvió. Piedad que no existe en la cosmogonía capitalista, que ofrenda esclavos a los dioses de la ruta del dinero. De otra ruta del dinero la que se hace a pura crueldad y explotación con la ofrenda de corderos silenciados para engrosar, a fuerza de martirio, las comarcas de la opulencia y la inequidad.

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