El derecho constitucional a la protesta, más allá de su legitimidad y legalidad, constituye uno de los pilares de la vida en democracia. Su judicialización y criminalización es una forma sutilmente violenta de sedar y silenciar los conflictos.
Por Lucas Arrimada *
Desde los primeros piquetes en el conflicto social de Cutral-Có en plena era menemista, pasando por los cortes de rutas de los medianos productores rurales junto a la Sociedad Rural hasta las movilizaciones opositoras al gobierno de Cristina Kirchner (8N) de años recientes, los más diversos actores sociales y políticos han canalizado sus reclamos por la vía de la protesta social en las últimas tres décadas de democracia, incluso cuando tenían otros canales institucionales y no institucionales disponibles. El movimiento de derechos humanos y sus detractores, ahorristas y jubilados, obreros tercerizados y clases medias y altas de los centros urbanos ganaron las calles, ocuparon el espacio público, para expresarse y hacerse escuchar.
No todas las protestas tienen la misma entidad, no todas comparten la misma legitimidad ni encuadran en el derecho a la protesta de manera justificada. Pero siempre hay que escuchar a los que protestan. Expresan algo que el sistema no escucha o no sabe traducir a su lenguaje. Las protestas sociales son una muestra de los límites, las inercias e incapacidades del sistema político para dar respuestas a necesidades, reclamos y conflictos dentro de las instituciones democráticas. Es necesario por lo tanto que esos conflictos estén mediados políticamente en el sistema democrático. Burocratizarlos, legalizarlos, judicializarlos y/o criminalizarlos son respuestas institucionales que refuerzan las incapacidades de la democracia para resolver fenómenos políticos y sociales.
La protesta como práctica y como derecho incluye diferentes y superpuestas formas de expresión política de un colectivo diverso: los cortes de rutas, las movilizaciones, las huelgas, los cortes de servicio, los cacerolazos, la ocupación de espacios públicos, etc. Para analizar la legitimidad y legalidad de las protestas siempre se debe analizar caso por caso. No obstante, hay muchas razones constitucionales que han construido al derecho a la protesta como una práctica de la cultura democrática.
El derecho a la protesta es uno de los pilares fundacionales del constitucionalismo y de la defensa de la democracia. La protesta es una forma de libertad de expresión (Art. 14 y 32 CN), además de una forma de peticionar ante las autoridades (Art. 14 CN), una de las formas del derecho a reunirse, asociarse y actuar en la arena política dentro y fuera de los partidos políticos (Art. 37, 75 inciso 19, CN), conectado a derechos a resistencia y desobediencia civil (Art. 36 CN), una forma de participación política que proyecta a la democracia más allá del voto y de un sistema institucional que usualmente es incapaz de procesar sus reclamos y se cierra corporativamente (Art. 22 CN). Todas estas facetas se refuerzan con el catálogo de derechos incorporados por los tratados de derechos humanos (Art. 75 inciso 22 y ss, CN).
La Constitución tiene pasajes anacrónicos que deben ser reformados, sobre todo cuando dice “el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes” (Art. 22 CN). En esas líneas la Constitución parece, a primera vista, consolidar una democracia delegativa, es decir, una democracia representativa cerrada a la participación política. Se establece que la democracia es votar y delegar todo en los representantes; una concepción inaceptable. La democracia va mucho más allá del voto y de los partidos políticos.
La práctica política superó al texto de la Constitución y relegó esos pasajes al museo de la república aristocrática junto al “fomentar la inmigración europea” (Art. 25 CN) o al aristocrático y desigualitario requisito de propiedad de “2.000 pesos fuertes” (Art. 55 CN) para ser Senador, Juez Supremo o Presidente. En contraste, la reforma constitucional de 1994, con todos sus defectos, incorporó fundamentos adicionales para dar contornos al derecho a la protesta como una forma de acción política en situaciones de quiebre del Estado de Derecho (Art. 36 CN) y así superar esa concepción obsoleta de democracia, ciudadanía y cultura política.
Más allá de los argumentos del derecho, la protesta es una práctica cultural asentada y aceptada, no sólo por los actores políticos sino por la sociedad. Todos los sectores políticos en Argentina han construido una práctica social con el derecho a la protesta. Asimismo, la protesta como forma de libertad de expresión y construcción política social es parte de la cultura política latinoamericana. La cultura política de las posdictaduras, vinculada a los diferentes procesos de justicia transicional y a las luchas por la memoria, la verdad y la justicia frente a la violación de derechos humanos, construyó y consolidó el derecho a la protesta como llave de acceso.
Los conflictos sociales, ambientales, gremiales, territoriales y económicos han tenido históricamente como respuesta la persecución judicial y la criminalización. La legislación penal y el poder judicial como herramientas y actores de control social suelen tener un rol conservador, de obstáculo al cambio social. Se criminaliza para censurar. La protesta comunica, denuncia y pone en el foro público información, tensión, problemas. Los costos de criminalizar la protesta son muy variados dependiendo de los contextos y las comunidades políticas provinciales.
La tasa de criminalización tiene como variable la relativa autonomía de los actores judiciales (jueces y fiscales) y políticos y las reacciones institucionales del gobierno nacional. La solidaridad hacia dentro de los movimientos sociales y las minorías activas en los partidos políticos de la más variada orientación resulta fundamental en estos casos. Sostener una práctica social -la protesta como herramienta colectiva- es defenderla en la cultura política inclusiva y transversal (1). Cuando la represión tradicional de los conflictos es costosa públicamente, la estrategia judicial suele ser vista como una vía institucional -aunque igual de violenta por la amenaza de la coerción penal- canalizada por “la justicia” -entiéndase una forma de legitimar estratégicamente al poder judicial-, en el lenguaje opaco del derecho y con supuestos argumentos legales que encubren la persecución política. Se usa la vía de la criminalización como amenaza legal para perseguir a líderes, reprimir el conflicto y debilitar a los movimientos sociales (2). La Corte Suprema de Justicia de la Nación tampoco ha dado respuestas sobre el derecho a la protesta. Se ha preocupado y esforzado en otras áreas de la libertad de expresión como la “publicidad oficial” con claros guiños a las corporaciones mediáticas por sobre otras formas de libertad de expresión vinculadas a los movimientos sociales y a la sociedad civil. La sensibilidad ante las corporaciones políticas y económicas es regla histórica de la Corte Suprema.
En esa línea se enmarca la Ley Antiterrorista y la interpretación clásica de la Constitución y del derecho penal respecto de los cortes de rutas en típicos fallos como “Alais” y “Schiffrin” (3). Se instrumentaliza al derecho penal para perseguir líderes, procesarlos y mantenerlos en el limbo kafkiano del proceso judicial rodeados de abogados proyectando amenazas hacia los colectivos movilizados. Judicializar y criminalizar resulta una vía sutilmente violenta de sedar y silenciar el conflicto social.
¿Cómo regular la protesta sin castrar su potencial vitalista, su capacidad espontánea de comunicar rápidamente necesidades y reclamos? ¿No pierden los sectores más débiles su última carta? Cada protesta debe analizarse en su legitimidad y legalidad con una presunción a favor. Puede haber protestas ilegítimas e ilegales y aun así la respuesta penal ser inaceptable e indeseable. Estamos ante el ejercicio de libertad de expresión y derechos políticos vitales para una democracia. Por lo tanto, reglamentar la protesta puede significar restringir una vía excepcional; la única y última carta. En muchos casos sería regular, restringir, el volumen del grito de los que ya tienen una débil voz. En contraste, quienes poseen recursos para comprar libertad de expresión en las corporaciones mediáticas lo seguirán haciendo.
Las protestas de aquellos que no tienen otras vías ni canales institucionales para comunicarse, que agotaron los recursos, operan como la última opción ante la omisión estatal o la pasividad del sistema político. Ahora bien, si se regula la protesta y se comienzan a solicitar formularios, permisos, días y lugares especiales, etc, se consolida la burocratización y censura administrativa y judicial del derecho a la libertad de expresión de muchos grupos que no tienen ni el conocimiento ni la capacidad para traducir sus pedidos ante la autoridad pública. La protesta como acción comunicativa, como ejercicio de la libertad de expresión, no puede pedir permisos sobre todo cuando están comprometidos sectores marginados y excluidos.
El sistema político debe abrir canales de comunicación dialógicos, más ágiles, y capacitar a sus operadores e instituciones para evitar la clásica respuesta represiva en base a la decisión de un juez que ni siquiera visitó el escenario del conflicto. Especialmente, en un contexto como el actual en que la Gendarmería se encuentra “combatiendo la inseguridad” en las calles y la policía sigue sin control democrático (4). La violencia institucional recurrente que surge del Estado es producto de una incapacidad para generar esos espacios de negociación y mediación políticos con el conflicto social. Sin duda, no todo conflicto podrá resolverse fácilmente, habrá paralización, nuevas negociaciones, habrá protestas que aunque ilegítimas deberán ser aceptadas. Ante la duda, siempre se debe priorizar el derecho de protesta. Esa es la obligación que nace de la Constitución y de la política democrática.
Si se piensa y ejerce a la protesta como una herramienta de comunicación política es necesario preguntarse si su vigencia y poder comunicativo siguen siendo exitosos o si deben ser repensados, cuestionados y reformulados. Habida cuenta de que existe una práctica consolidada y hay argumentos legales para consolidar el derecho político a protestar, los movimientos sociales y políticos pueden discutirla en su seno. No es contradictorio defender el derecho a la protesta a un nivel político y legal, y al mismo tiempo repensar sus éxitos, límites y aristas contraproducentes. Reflexionar sobre una herramienta puede mejorarla y fortalecerla.
Sin duda, las protestas sociales en momentos de alta polarización y descontento social generan una fricción política que produce un alto desgaste en el sistema institucional y en los movimientos sociales. Frente a tiempos económicos complejos, el derecho constitucional de protesta debería ser resguardado de la ola conservadora que pugna por su restricción y/o criminalización sutil. Esas estrategias deben ser repelidas por la práctica histórica y por razones legales. La acción cultural de movilización y protesta consolidada en toda la sociedad, ejercida en contextos de cortes de luz, de protestas salariales, de descontento con medidas económicas o con la inseguridad, las reivindicaciones históricas, la lucha por la memoria, la verdad y la justicia, es la mejor defensa del derecho a la protesta. Es una defensa cultural, de práctica política ascendente. Ejercitar el derecho es alimentar su existencia. Paralelamente, vendrá el momento del fundamento legal, de repeler la persecución judicial con los argumentos que la Constitución Nacional y los tratados de derechos humanos consolidan.
La práctica política, constitucional y democrática de los últimos treinta años debería consolidar al derecho a la protesta como el primer derecho, el derecho político de participar en la protección de todos nuestros derechos y en la expansión de la democracia como forma de vida.
* Abogado (UBA), Profesor de Derecho e Investigador en “Derecho Constitucional” y “Estudios Críticos del Derecho” en la Facultad de Derecho, UBA.
NOTAS:
(1) Colectivo de Investigación y Acción Jurídica (CIAJ), El derecho a tener derechos. Manual de derechos humanos para organizaciones sociales, El Colectivo, Buenos Aires, 2009, www.editorialelcolectivo.org
(2) Informes CORREPI, Boletín Informativo 688 - 709, Buenos Aires, 2013. Véase http://correpi.lahaine.org/ y especialmente el Informe anual de la situación represiva, noviembre de 2013.
(3) Roberto Gargarella, El derecho a la protesta, Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, 2005.
(4) Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), Derechos humanos en Argentina: Informe 2013, Siglo XXI, Buenos Aires, 2013, págs. 237 y ss. © Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
Fuente: Le Monde Diplomatique (El Dipló)
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