Por Silvana Melo
“Para justificarse, el terrorismo de Estado fabrica terroristas: siembra odio y cosecha coartadas. Todo indica que esta carnicería de Gaza, que según sus autores quiere acabar con los terroristas, logrará multiplicarlos”.
Eduardo Galeano
(APe).- “Mi hija se despierta en medio de la noche y empieza a correr frenéticamente. Por eso tomamos la decisión de aprovechar esta evacuación y salir". Dice Ihad Atallah, saliendo de Gaza, tropezando con sus muertos y sus escombros. De la mano de soldados israelíes, hasta hace diez minutos, enemigos.
Exiliados en la tierra. En todas las tierras. Pueblos condenados al éxodo y al exterminio, desde los rincones de la pre historia. Uno de ellos pudo hacerse Estado. En un pedazo de tierra abonada con muerte pudo armar un país. Un retazo colonizado por Inglaterra, ocupado por los árabes y donde se impulsó una migración judía con el sueño perpetuo de unas fronteras que demarcaran la cultura, la historia, la identidad. Israel fue Israel después del genocidio más grande que reconoce la historia humana. Que le arrancó de cuajo seis millones al país nuevo hinchado de dolor.
El otro, sin embargo, no pudo. Lo encerraron, lo bloquearon, lo expulsaron de ese pedazo de tierra que era la prometida pero no se sabe bien para quién. Ni para qué. El otro, Palestina desde el amanecer de la humanidad, quedó ahogado sin poder ser. Atravesados ambos por la sangre, constitutiva de los dos. Pero uno es un país. Un Estado fuerte con alianzas poderosas. Con armas de gran capacidad de muerte. Con reacciones planetarias ante la estrategia del terror de Hamas. Que es su única estrategia posible. Donde las milicias están apretadas entre los dos millones de personas que viven en la franja de 362 km2, una de las densidades poblacionales más elevadas del mundo. Donde el alimento es poco, los servicios son precarios, los edificios se derrumban y las bombas llueven sobre las cabezas de los niños constantemente.
Israel movilizó a 53.200 soldados en ese pedacito de tierra. Son más de 500 los muertos civiles palestinos (más de un centenar de chicos) y un par, las víctimas israelíes que no integran el ejército. "Hace tres días nuestra casa fue parcialmente destruida por una bomba. Pudimos refugiarnos rápidamente en casa de nuestros vecinos que viven abajo, pero desde entonces los chicos tienen mucho miedo. Mi hija, por ejemplo, se despierta en medio de la noche y empieza a correr frenéticamente”, relataba Ihad Atallah, cuando se iba de casa.
En Beit Hanun murieron tres chicos de entre 12 y 16 años. Los alcanzaron disparos de tanques israelíes cuando corrían para burlar a la muerte, a esa edad tan pero tan lejana.
En Rafah un bebé de cinco meses murió en brazos de sus padres, también alcanzados por las balas.
Cuatro chicos palestinos murieron en Ashraf al Qudra cuando el ejército israelí atacó el centro de Gaza City. Eran dos hermanitos de 7 y 8 años y un primo de 10, en el barrio de Sabra. Jugaban en el techo del edificio conde vivían hasta que les cayeron encima tres misiles.
En Khan Yunes una nena murió bajo un bombardeo. Tenía cuatro años.
Los que sobreviven están aterrados. Se despiertan a la noche y corren desesperadamente, como la hija de Ihad Atallah. Posiblemente no vuelvan a dormir en paz en todas sus vidas.
En una placita de la Franja murieron cuatro chicos de 9 a 11 años. Jugaban a la pelota con una camiseta de Masut Özil, campeón mundial con Alemania. Su camiseta, manchada de sangre y alquitrán en el barro de la plaza, le licuó el alma. Tan lejos él y su alma de aquel holocausto en busca de la pureza aria. Y de este genocidio, de esta masacre en la que el escritor judío Amos Oz califica de “neonazis” a los colonos judíos radicales de Cisjordania.
Shimon Peres se disculpó por la muerte de los niños. “No fue deliberado”, dijo. Netanyahu ni siquiera habló. Los niños a veces juegan a ser grandes. A sacudir piedras con gomeras. A ponerse su bandera como fular, con esas ganas de tener país, camiseta de Palestina, eliminatorias árabes para llegar al Mundial, una nación para prenderse en la piel, una tierra donde caerse muertos y que sea la propia.
El bombardeo del lunes sobre el Hospital de Gaza tampoco tuvo grandes condenas.
Las Naciones Unidas son unidas para consolidar el poder de los poderosos y la alianza de los impunes. Miran correr la sangre desde sus butacas y cambian de canal a la hora de ciertos genocidios.
Las colectividades judías dispersas por el mundo apoyan ciegamente el asesinato de viejos, mujeres y niños en manos de Israel. Asimilan tantas veces las mismas prácticas de “quienes enviaron a sus padres y abuelos a los campos de exterminio” (Carlos Aznárez - Resumen Latinoamericano). Provocan que los fundamentalismos se transformen en negadores de su holocausto. Y crecen sus crías envueltos en el odio al pueblo palestino. Negadores ellos del genocidio presente.
Baha Yussef se va de Gaza para salvar a sus niños. Tiene pasaporte británico. Es un privilegiado. Pero “fue muy duro dejar a parte de los nuestros allá. Nos sentimos como si los hubiéramos traicionado". Se va desgarrado. "He dejado todo allá y no tengo claro qué va a ser de nosotros. Esperemos que la comunidad internacional nos ayude a parar esta ofensiva y a tener los derechos de cualquier otro pueblo del mundo, comenzando por la tierra”. Un país. Una tierra donde plantar bandera.
De vez en cuando hay una “tregua humanitaria” en Gaza. Nadie dispara hasta retirar a los muertos sembrados en las calles. Y sacar a la gente aterrada de sus casas sin techo, de sus edificios en llamas. A los aún vivos que emergen de los escombros.
Es en Gaza donde hoy se escribe el fracaso de la humanidad.
Después de Gaza habrá que reescribir la ternura. Sobre la sangre y la muerte.
Después de Auschwitz escribir poesía es un acto de barbarie, anunció Theodor Adorno.
Después de esta noche cerrada algún día comenzará a amanecer. Y habrá que re crear, sobre los muertos, la poesía, los dioses, la tierra propia y la vida.
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