Por Claudia Rafael
(APe).- El sol nos dice que llegó el final… El velo se descorrió, la fiesta concluyó abruptamente y ya no hay metáforas que simbolicen aquello en lo que hasta la poesía perdió su lugar. Los nacionalismos fueron desmembrados y, como siempre, poderosos y víctimas quedaron en el mismo y exacto lugar en el que siempre estuvieron a pesar de los espejismos. Alemania alzó la copa que los coronó reyes del universo del mismo modo en que Angela Merkel se sienta en el Olimpo de los dioses: “Si tenemos la responsabilidad de ayudarlos económicamente, también tenemos el poder de decidir cómo gastan su dinero”, supo decir. Después la verdadera fiesta: los gladiadores de la selección alemana, Miroslav Klose, Mario Götze y tres de sus compañeros, cantaron -simulando simios con sus cuerpos- “así caminan los gauchos, los gauchos caminan así”. Berlín ovaciona. La multitud estalla de felicidad. Lejos, muy lejos, el horror no sabe de aplausos ni admite risas. El llanto se viste de sangre. Por apenas un mes millones jugaron al juego de no ver. En un silogismo macabro, nada que yo no vea existe.
Después de Auschwitz no hay lugar para la poesía, escribió alguna vez Adorno. Y después de Gaza ¿qué?
Madre, qué tierra más extraña da tu fruto. Da tu fruto y alimenta a los que matan, escribió Paul Celan al tiempo que se asombraba de que ellos, los asesinos, también escribieran poesía. Seis, siete, ocho décadas después la muerte estalla en mil pedazos y las víctimas de ayer hoy ya no lo son. Una bomba, dos, diez mil. ¿Cómo se denomina el asesinato de niños? ¿Es acaso una colateralidad? ¿Un efecto indeseado? Dos centenares de muertos, 1.500 heridos, niños, más niños. ¿Cuán malherido queda el rompecabezas de la vida?
Lejos, muy lejos, millones festejan. O lloran. Derraman lágrimas de felicidad algunos y otros sienten la angustia clavada. Ya no importan los 14.000 millones de dólares que se hubieran traducido en viviendas, escuelas, alimentos. Porque sólo importa la fiesta. Y el suizo Blatter sigue embolsando, como los otros directivos de la FIFA, sus 300.000 dólares al año, más los miles y miles y miles de dólares de los sponsors internacionales que aúnan nombres como Adidas, McDonald`s, Sony, Visa, Hyundaik-Kia o Johnson&Johnson, entre tantas otras. Y juegan al juego del todo vale.
La vasta alfombra roja que condujo al Mundial Brasil 2014 y que se termina de condimentar con los preparativos a los Juegos Olímpicos 2016 significó arrasar con favelas enteras e implicó desalojos masivos, expulsiones sistémicas. Los Comités Populares da Copa estiman que “entre 150.000 y 170.000 personas han sido ya desalojadas de sus viviendas, en la mayoría de los casos de forma ilegal”. El Comité Popular da Copa del Distrito Federal habla de 250.000. No hay estadísticas oficiales. ¿Qué importan las cifras si no se visualizan rostros, ni se escuchan los llantos? ¿Qué importan, en verdad, si lo que realmente vale -susurraba Liza Minelli en Cabaret- es money, money, money? “…un yen, un dólar o una libra/Es todo lo que hace que el mundo gire/el tintineo de batir de sonido/Puede hacer que el mundo vaya redondo”, cantaba mientras los fuegos del nazismo arrasaban.
¿Qué importa, hoy, que los megaestadios se asienten, como el Arena Amazona, en el medio de la selva y no haya quien juegue al fútbol por allí? Qué importa entonces que ahora crezca como un elefante blanco que se traducirá en una cárcel porque hay que combatir el hacinamiento y ya no haya más salidas. Sabino Marques, hombre del Poder Judicial brasileño, atisbó este destino y propuso: “No veo un lugar mejor para alojar a los presos” porque “hasta que se construyan las cárceles estos dos edificios deben ser usados”. Y las dos grandes pasiones quedan encorsetadas: el estadio armado contrarreloj en la selva y un edificio construido especialmente para la celebración del carnaval.
Ahora la fiesta llegó a su fin. Quedan sólo los escombros y la realidad aparece como el oasis amargo y doliente que durante un largo mes se evitó mirar. Los edificios descascarados de la inequidad reaparecen intactos. Se elevan como gigantes hasta estallar. Y el mismo día en que los diarios brasileños hablaban de la “tragedia nacional” del 7 a 1 y las calles se teñían de lágrimas, más acá de las fronteras la Gendarmería reprimía en la Panamericana a los trabajadores de la autopartista multinacional Lear y antes, en la General Paz, a los obreros de Tatsa y Emfer, de los hermanos Cirigliano, una vez más vaciando empresas con el consentimiento del Estado.
La fiesta -ésa que por una noche se olvidó que cada uno es cada cual- llegó a su fin. “Daría lo que fuera para que estuvieras a mi lado acá… sé cuánto te gustaba el fútbol, hijo”, escribió en su muro de Facebook Ely Hernández, la mamá de Braian que tenía apenas 14 años en aquel diciembre de 2012 cuando lo mató una bala policial.
La realidad sigue mostrando las muecas más oscuras y perversas de su crueldad. Las mismas que 20 años atrás se jugaron 85 vidas en el barrio de Once; las mismas que hoy estallan en mil pedazos en un pequeño pañuelo de tierra palestina; las mismas que lanzan gases y aprisionan en la Panamericana o la General Paz; las mismas que quizás conducirán de a miles al Arena Amazona. Donde se jugó al fútbol sólo una vez. Y de ahora en más será cárcel y encierro.
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