Por Claudia Rafael
(APe).- Aldo Ramón Zerda y Ramón Antonio Quinteros son celadores, eufemismo de guardiacárceles, en las prisiones para niños. Ellos eran los guardianes en nombre del Estado destinados a celar por la vida de Rodolfo Emanuel Arancibia. Que tenía 18 años. Que había terminado en el Instituto Agote en marzo de 2009 a partir de una causa por lesiones. Que estaba medicado. Que tenía una niña que le acababan de avisar que había muerto. Que era de Villa Soldati. Que tenía 15 hermanos. Que había forjado su crónica vital entre los vericuetos más crudos de la pobreza. Donde el mañana tiene sabor ácido y no hay paraíso en la autopista al futuro. Que en mayo de 2009, un mes y pocos días después de su detención, apareció ahorcado en una celda. De un instituto anclado en pleno Palermo, donde caminan gentes con otras preocupaciones ajenas a los dolores puertas adentro de ese lugar anclado en Charcas 4602. A escasas tres cuadras del predio ferial de Palermo o del Botánico. Zerda y Quinteros están sentados en el banquillo de los acusados desde finales de abril. Los acusan de “homicidio imprudente” por considerar que “se habría podido neutralizar la autoagresión” por las señales “de alarma”.
En el juicio hablaron de sus “antecedentes depresivos y de adicción, con la consecuente disminución del dominio sobre sí”. Y desentrañaron un extraño ida y vuelta con la medicación: se lee en la página de fiscales.gob.ar que “el 1° de mayo, por ejemplo, se había presentado por la noche en la enfermería ' por la muerte de su hija '. El día anterior se le había retirado la medicación que tenía prescrita ' para lograr que el menor descansara mejor ' ”. Y también que el día previo a que apareciera colgado en la celda lo habían hecho.
El Negrito estaba convencido de que había que poner el mundo patas arriba. Su papá reparaba zapatos. Su mamá hacía y deshacía las costuras de la vida, si era necesario, para que su muchacho llegara a la Universidad, sueño impensable para esa generación de laburantes. Y el Negrito se les hizo contador. Y tenía sueños. Como tantos otros Negritos que querían hacer las cuentas para que la desigualdad no fuera un logaritmo propio de esta vida. Su voz clara y profunda definía que “si hacer política es gestionar para que cada uno tenga un plato de comida en su casa... yo hago política”. El Negrito era Jorge Miguel Toledo y había nacido el 2 de febrero de 1953 en Olavarría.
Cuatro días después de cumplir los 25 años, un falcon verde lo levantó y los girones de su vida se hundieron en la oscuridad de la tortura, la perversidad, el odio del Estado de unos pocos que lo arrinconó en sus cárceles. Dicen que puede haber estado en el Centro Clandestino de Detención Monte Peloni, pero nadie lo vió y su causa nunca termina de llegar a juicio a casi 40 años del secuestro. Sí quedó debidamente registrado su final porque algunos compañeros de cautiverio no olvidan.
El Negrito intuía que el tratamiento psiquiátrico al que lo sometían en la nueva cárcel de Caseros, a espaldas del Hospital de Niños Garrahan, era parte de la crueldad del estado terrorista. Hernán Invernizzi, que compartió con él esos últimos tramos, recuerda que “armamos una pequeña red para controlar la medicación y nos dimos cuenta de que un día no le daban y, al otro, le hacían tomar todo junto. Las entrevistas con psicólogas y con el psiquiatra lo violentaban, lo tensionaban, volvía temblando, al borde de la convulsión”.
El 29 de junio de 1982 el Negrito Toledo se colgó en lo que fue claramente un suicidio provocado por ese estado perverso, desde la red armada y abonada por psiquiatras, médicos, psicólogos, enfermeros, guardiacárceles, jerarcas. Esa noche, a sus compañeros les sirvieron asado con papas al horno, que la gran mayoría no pudo deglutir, porque sabía al festejo de muerte mientras les hicieron sonar desde los altoparlantes la marcha fúnebre toda la noche.
Mónica Cuñarro y José Nebbia, los fiscales de la causa Arancibia, pidieron tres años y seis meses de cárcel para Zerda y Quinteros. Y remarcaron que es la primera vez que una causa como la de Rodolfo Emanuel Arancibia llega a juicio.
En el banquillo fueron sentados los dos celadores. Los dos encargados de “celar” en nombre del estado la vida de un chico de 18 años. De vigilar, no de proteger. De controlar, no de abrazar. De demarcar y delimitar, no de acompañar. No hay médicos, ni directivos, ni funcionarios, ni psicólogos, ni psiquiatras frente a un tribunal. Porque el Estado sigue siendo un pacto de incluidos en las buenas y en las malas. Cuando sea necesario soltará la mano a un par de brazos útiles a su función, porque el fin último sigue siendo sostener un status quo en el que los pibes como Arancibia tienen un rol claramente determinado. Ser parte del afuera que, en definitiva, da sentido al adentro. Incluso, para recordar que es ese lugar al que habrá que repeler y panópticamente custodiar. Porque hay pibes que nacen y crecen en las cárceles a cielo abierto de las que está vedado simbólicamente salir y que mueren o se arrumban en el olvido en las cárceles a techo cerrado como Arancibia y tantos otros.
Hay prácticas que trascienden los contextos. Que serpentean por los subsuelos de la historia. Y que vienen desde tiempos centenarios.
El instituto en el que atravesó los últimos estertores Rodolfo Emanuel Arancibia lleva el nombre de un médico y diputado que, en los primeros años del siglo XIX, dijo en su discurso ante la Cámara baja que “¿Cómo es posible transitar por las calles de Buenos Aires viendo esa turba de niños abandonados como pájaros, en contacto con el crimen y el vicio?... Este es un asunto cuya resolución urge porque cerrará las puertas a los futuros criminales del mañana (...) Los señores diputados habrán visto en aquellos días que hoy llamamos semana trágica, que los principales autores de los desórdenes, y los que iban a la cabeza atacando la propiedad privada... eran los chicuelos que viven en los portales, en terrenos baldíos y en los sitios oscuros de la Capital Federal. Si los señores diputados observan quienes venden los diarios hoy en la Capital, se apercibirán que, de un tiempo a esta parte, ya no son muchachos de corta edad, sino niños de ocho, diez o doce años, que ya podrán figurarse cuál será el fin indudable que van a tener estas criaturas cuando tengan unos años más...”
La infancia de los márgenes, la que desde las calles se plantaba con su grito desarrapado ante la inequidad, voceando diarios o prepeando a los incluidos era “un enfermo a tratar, susceptible de curar más que de castigar”. Que, en verdad, significaba encerrar. Perseguir. Vigilar.
Poco después del “suicidio” de Rodolfo Arancibia, APe publicó que el Agote fue “alguna vez el Hogar El Alba creado por el reverendo William Morris para acunar, para proteger y alojar a los niños huérfanos y abandonados”. Allí se criaron, por ejemplo, personajes del espectáculo como el actor Osvaldo Miranda o el cómico Juan Carlos Altavista (“Minguito”). En un espacio amoroso que duró hasta 1949, cuando el hogar fue trasladado a Longchamps. Y comenzó en ese “viejo edificio del viejo Palermo, la segunda y más ingrata etapa de su vida. Donde había grandes ventanas y claridad, se pusieron rejas. Lo que era albo devino gris y sombrío”.
El Negrito Toledo y Rodolfo Arancibia tenían orígenes similares en dos países diferentes. El Negrito peleaba contra un sistema que paría desigualdades reguladas por el estado. Rodolfo sobrevivía entre las inequidades a los golpes y como podía irrumpiendo a la vida de los incluidos desde las cárceles sin muros ni rejas.
Los dos fueron suicidados por las instituciones del encierro feroz que no perdona la irreverencia. Allí donde -define Foucault- el poder puede manifestarse de forma desnuda, en sus dimensiones más excesivas, y justificarse como poder moral. Con la perpetuación insoslayable de la metodología de la crueldad.
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