Balas que se pierden (APE) Por Claudia Rafael (APe).- Los quince años de Sabrina se quedaron arrumbados en el cemento del patio de la escuela. Un trozo de plomo 9 ...

Balas que se pierden (APE)

Balas

Claudia Rafael

Por Claudia Rafael

(APe).- Los quince años de Sabrina se quedaron arrumbados en el cemento del patio de la escuela. Un trozo de plomo 9 milímetros le estragó el cuerpo hasta estallar. Como suelen decir fríamente los informes de autopsia “por una hemorragia masiva de la aorta y el pulmón”. Son misteriosos los informes. Exilian la vida y los deseos con la misma dureza que las balas que la recorrieron hasta desangrar. Los expedientes judiciales hablan de una persecución. De un patrullero que se quedó a mitad de camino. De un auto robado a treinta cuadras de distancia. De un tiroteo que los jefes policiales se cuidan muy bien de ubicar a 200 metros del colegio al que iba Sabrina Olmos en Morón. “En la Justicia deslizan que parte del enfrentamiento se dio delante del colegio, no a 200 metros” (Página12). De balas que viajan. Que recorren distancias y atraviesan paredes, puertas, pieles, cuerpos. Los peritos destierran la risa de Sabrina Olmos en el tipeo apurado. Y cuando en el papeleo escriben que en el Fiat Palio perseguido por patrullas policiales había dos armas: una calibre 22 y otra, 45, no asumen -porque los expedientes suelen obviarlo- que a Sabrina, cuando sonreía, se le formaban un par de rayitas a los lados de la boca.

Las balas -machacarán los policías de la Bonaerense- suelen tener comportamientos extraños. Y a veces asesinan la vida, la destruyen, la riegan de crueldad, como si estuvieran pobladas de voluntad y de intencionalidad humana.

Las balas son expertas en perderse. Tanto, que hay interminables listados con nombres de chicos atrapados por sus garras cuando emergen con la violencia del odio del breve caño de un revólver.

Micaela Ruiz tenía 13 y vivía en Villa Fiorito. Y las balas 9 milímetros impactaron en su pecho. Eran soldaditos de la droga pugnando por sus territorios. Amparados por señores de uniforme que suelen ofrecer auto, armas y zonas liberadas. Micaela simplemente había ido a hacer un mandado tres años atrás.

O Julián, un nene de apenas 3, que jugaba en la pileta del jardín en enero de 2008 hasta que una bala le destrozó la cabeza. Ahí, en Quilmes, en el patio de su casa que tiene un muro de más de dos metros de alto que la rodea.

Enzo Ledesma vivió, como Micaela, tan solo 13 años. Y lo atravesaron las balas de banditas narcos que en José León Suárez también -como en Fiorito- cuentan con oficiales protecciones.

El país está poblado de crónicas de vida escueta como la de Sabrina. En ocasiones, el brazo armado del Estado. Y tantas otras, sus dilectos protegidos lanzados a la violencia superviviente de las calles.

Siete años vivió Serena Martínez en Santa Fe. Porque esas balas que insisten tercamente en perderse para derrumbar perversamente los días, le perforaron los sueños y la vaciaron de savia. Carlos del Frade, periodista de APe, escribía entonces que “en el lugar de donde partieron los balazos se encontraron cinco vainas calibre 22 y otras 17, calibre 9 milímetros. La jueza de menores de turno, Susana de Bilich, detuvo a dos menores que tendrían relación con la injusta muerte de Serena. ¿Quiénes hicieron posible que revólveres o pistolas 22 y 9 milímetros estuvieran tan al alcance de las manos de pibes menores de dieciocho años?. ¿Por qué esos pibes no tenían otras cosas entre sus manos que no fueran pistolas?”.

Un manojo de meses atrás, en la mendocina Bermejo, los cuatro años de Agustín quedaron vencidos sobre los baldosones de la vereda. Nuevamente banditas en pugna. Que pusieron freno a la historia simple de un chico que sólo quería jugar.

Como Kevin Molina, cuya vida entera duró nueve años. Y escuchó silbar las balas tan potentes en el corazón de la precariedad de su casilla, en Villa Zavaleta. Que lo buscaron hasta atraparlo. A él, resguardado bajo una mesada.

Sabrina, Enzo, Julián, Micaela, Serena, Agustín, Kevin… sus muertes son hijas de las balas. Que los atraparon hasta exponerlos a la más cruda soledad. Desamparados en ese instante final en que la humanidad escribe una vez más su naufragio. Porque no hay fracaso más enorme que aquel en que se asesinan las simientes.

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