Por Enrique Collazo
Era Martí un hombre notable y de condiciones excepcionales y poco comunes, tenía alientos para concluir como loco o como héroe y terminó mejor que como él había soñado: como héroe y soldado, cayendo en medio del combate, en el fragor de la pelea y con el ruido que sirve de salva a los héroes y a los buenos.
Su apoteosis la harán los cubanos más tarde, conservando su efigie y su memoria entre sus grandes hombres. Cuando todos desmayaban, Martí levantó de nuevo el pabellón; de un grupo de cubanos dispersos en la emigración creó un pueblo entusiasta, y dio vida a la nueva Revolución que debiera llevar a la práctica el general Máximo Gómez.
Era Martí pequeño de cuerpo, delgado; tenía en su ser encarnado el movimiento; era vario y grande su talento, veía pronto y alcanzaba mucho su cerebro; fino por temperamento, luchador inteligente y tenaz, que había viajado mucho, conocía el mundo y los hombres; siendo excesivamente irascible y absolutista, dominaba siempre su carácter, convirtiéndose en un hombre amable, cariñoso y atento, dispuesto siempre a sufrir por los demás, apoyo del débil, maestro del ignorante, protector y padre generoso de los que sufrían; aristócrata por sus gustos, hábitos y costumbres, llevó su democracia hasta el límite; dominaba su carácter de tal modo que sus sentimientos y sus hechos estaban muchas veces en contraposición; apóstol de la redención de su patria logró su objeto.
(…) Martí era un hombre ardilla; quería andar tan deprisa como su pensamiento, lo que no era posible; pero cansaba a cualquiera. Subía y bajaba escaleras como quien no tiene pulmones. Vivía errante, sin casa, sin baúl y sin ropa; dormía en el hotel más cercano del punto donde lo cogía el sueño; comía donde fuera mejor y más barato; ordenaba una comida como nadie; comía poco o casi nada; días enteros se pasaba con vino Mariani; conocía a los Estados Unidos y a los americanos como ningún cubano; quería agradar a todos y aparecía con todos compasivo y benévolo; tenía la manía de hacer conversiones, así es que no le faltaban sus desengaños.
Era un hombre de gran corazón que necesitaba un rincón donde querer y ser querido. Tratándole se le cobraba cariño, a pesar de ser extraordinariamente absorbente.
Era la única persona que representaba a la Revolución naciente; los demás eran instrumentos que el movía; Benjamín Guerra era la caja; Gonzalo de Quesada era parte de su cerebro y de corazón; pero en realidad era su discípulo. Martí lo era todo, y ese fue su error, pues por más que se multiplicaba era imposible que lo hiciera todo él solo. Dormía poco, comía menos y se movía mucho; y sin embargo el tiempo le era corto. Se puede concretar diciendo que el partido revolucionario era Martí.
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