Por Alfredo Grande
(APe).- Una de las constantes de la cultura represora es lo que se ha denominado el “culto a la personalidad”. La idealización es lo opuesto al ideal, aunque se presenta con sus mismas ropas y su mismo maquillaje. En la idealización, o sea, en el culto, no hay espacio para ningún cuestionamiento, ninguna fisura del Gran Relato, ninguna opción para la sospecha, y mucho menos para una interpelación fundante. Uno de los padres de la Iglesia, de cuyo nombre hoy no puedo acordarme, dijo: “Creo, porque es absurdo”. Lo absurdo, lo inverosímil, lo increíble, lo inaceptable, debía ocupar todo el terreno y desalojar todo pensamiento crítico. Todo se reducía al estrecho espacio de una “cuestión de fe”. La misma que mueve montañas pero que, y no deja de ser otra paradoja represora, se sostiene en montañas de prejuicios.
Invocan la fe en vano. Si en una cultura no represora la fe es otro de los nombres del deseo, en una cultura represora la fe es otro de los nombres del delirio. Y entonces se abre el abismo entre los dos mundos posibles: el mundo de los mandatos que pueden ser religiosos, militares, deportivos, laicos, democráticos, tiránicos. Su principio rector es “subordinación y valor”. Es decir: el valor solo destinado a subordinarse, o sea, a someterse. El valor del no valor.
El otro mundo que se abre es el de los deseos. No hay subordinación sino una permanente insubordinación en la búsqueda de la subversión permanente de todos los falsos valores de la cultura represora. Este otro mundo también necesita fe, pero pensado y sentida como otro de los nombres del deseo. Y este deseo así nombrado es la fe inquebrantable que solamente en colectivos solidarios y libertarios podremos encontrar el placer, que es la rampa que quizá nos permita encontrar la felicidad.
Porque de eso se trata. De ser felices. Para la cultura represora, la felicidad tiene un recetario inapelable. El consumismo voraz, consumir consumo on line. Los 30 segundos de fama o ganar el pozo del quini, o que un banco líder te dé un paquete de tarjetas de crédito, débito, créditos pre aprobados, o poder figurar en la lista de algún candidato que no sabemos ni lo que piensa pero al menos pensamos que no sabe, o llegar al 1,5% de los votos en las PASO que son la forma más elegante de proscribir que se ha inventado. Y por supuesto el turismo de alta gama, los autos de alta gama, los perfumes de alta gama, las mujeres y hombres de alta gama, las mansiones de alta gama. Y la mayor felicidad de todas para la cultura represora que todo ese recetario del privilegio ni siquiera es cuestionado, combatido, enfrentado.
Todos quieren pertenecer porque saben que tendrán sus privilegios. Y en esta cultura de la pura tenencia, los derechos se han clonado en privilegios. Porque la lucha por los derechos humanos siempre ha sido la lucha por la vigencia de los derechos humanos frente a su ataque por parte de los Estados. La Razón de Estado siempre ha sido una razón represora.
Las masacres en la guerra y en la paz fueron lo peor para imponer lo mejor. Los tribunales Rusell que luego empezaron a denominarse tribunales éticos, fueron necesarios porque el derecho formal que nada tiene que ver con la Justicia, se conformaba con castigos en dosis homeopáticas limitada a los jerarcas mas notorios. La inmensa capa de copartícipes necesarios, de complicidades compartidas, de oportunistas de pésima calaña, siempre han sido impunes y siempre han sobrevivido en lo nuevo perpetuando lo viejo. Son la mano de obra que siempre encuentra ocupación. Son los privilegiados de la historia porque siempre encuentran regímenes, partidos políticos, empresas, clubes deportivos, sindicatos, universidades desde donde seguir “operando” y gestionando su poder y su fama por mucho más de 30 segundos. Por eso ningún Estado garantiza los derechos humanos. En el mejor de los casos, se abstiene de vulnerarlos.
La mejor garantía para la vigencia de los derechos humanos son los colectivos que luchan por defenderlos, contra todos los vientos y contra todas las mareas. Por eso el culto a la personalidad es represor. Porque pone en primer plano a la persona exaltada a personalidad. Son los bronces que ni siquiera sonríen, parafraseando el título de una obra de Vicente Zito Lema.
Las jerarquías, todas las jerarquías, son adictas al culto de la personalidad. Cuanto más jerárquica, peor. Por supuesto, para que una persona sea personalidad, y para que esa personalidad sea de culto, esa persona tiene que tener méritos especiales. Algunos llaman a esto carisma. El tema no es ese, porque nadie dudará de que Pasteur o Galileo o Spinoza tienen esos méritos y no hay culto alguno que los venere. El culto es de los seguidores, los oportunistas, los beneficiarios del plan adorar, los que comen las entradas y los postres de todos los banquetes.
El culto es una estrategia de la cultura represora para perpetuar los mandatos. Los que luchan para construir cultura no represora tendrían que abandonar toda tentación, incluso afectiva, de construir todo tipo de culto. Y solamente sostener el recuerdo de la obra que esa persona ha realizado por garantía para la vigencia de los derechos humanos son los colectivos que luchan por defenderlos, contra todos los vientos y contra todas las mareas. Por eso el culto a la personalidad es represor. Porque pone en primer plano a la persona exaltada a personalidad. Son los bronces que ni siquiera sonríen, parafraseando el título de una obra de Vicente Zito Lema.
Defender la obra del maestro, del hermano, del compañero, mientras lo extrañamos como maestro, como hermano, como compañero. No hacemos culto, pero cultivamos sus enseñanzas, sus ejemplos, sus luchas, sus logros. Intentamos sostenerlas, prolongarlas, mejorarlas. Sabemos desde nuestras vísceras que ese es su deseo fundante. No importa la personalidad, importa la obra. La cultura represora rinde culto a muchas personalidades mientras arrasa con sus obras y sus luchas. En el nombre del maestro, del hermano, del compañero, seguiremos sus obras, sin rendir culto, solamente sosteniendo el recuerdo. Que así sea.
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