Por Claudia Rafael
(APe).- Es el mismo Estado. El que victimiza a la infancia. El que determina con una ferocidad temible la abolición del mañana para los niños de los arrabales. El que envenena sus destinos. El que día a día niega a los niños el derecho de ser niños, como diría Eduardo Galeano. Ese Estado que recurrentemente reclama bajar la edad de imputabilidad, buscándolos culpables detrás de los árboles y bajo los pedregullos. Aquel que paga irregularmente cifras irrisorias para que las organizaciones sociales se hagan cargo de un rol que ese estado no cumple. Aquel que hoy fustiga a un par de camaristas que redujeron la condena a un hombre que abusó de un nene de seis años. Aquel que se rasga las vestiduras y reclama su juicio político. Es exactamente el mismo brazo estatal. Que mide con la vara herrumbrada de sus conveniencias. De sus deseos y urgencias de resguardar sus propios cotos de poder.
Hay un niño que hoy tiene 11 años o seguramente los cumplirá dentro de poco. Su historia es estigma en boca de jueces, periodistas, abogados, funcionarios, ministros. Que “no es gay”, como declara su tía en los medios. O que sí lo es porque su “elección sexual malgrado la corta edad, a la luz de los nutridos testimonios de sus próximos, ya habría sido hecha”, como escribieron los camaristas Piombo y Sal Llargués en su fallo “conforme a las referencias a la recurrencia en la oferta venal y al travestismo”. Desde hace cinco años una y otra vez la historia vuelve sobre él. Lo deja desnudo. Lo acorrala. Lo victimiza. Lo marca. Lo atenaza. Lo arrincona. Lo lastima. Lo atormenta. Una y otra vez como un martillazo sobre su conciencia. Sobre su propio llanto. Todos olvidan que es un niño.
Hace cinco años sólo quería ir al club a jugar. A los seis, jugar es la vida entera. Una pelota de fútbol puede ser el pasaporte al arcoiris. Y correr, una estampida de sueños que se despliegan sobre la canchita de pastos desparejos del barrio. Pero un hombre al que llamaban “el entrenador” abusaba de él y por eso lo condenaron por “abuso sexual gravemente ultrajante” con un año de cárcel por cada año de vida del niño.
Cinco años más tarde todos hablan otra vez de él. Y los jueces, vanas señorías que gritan sus iniciales al mundo, firman asumiendo con grandilocuencia que será justicia y escriben que “efectivamente el imputado ha tenido para con este infortunado niño comportamientos lascivos” pero que “transitaba una precoz elección de esa sexualidad”. Entonces redujeron la condena al abusador a la mitad de años. Porque si se es homosexual, la violación no cuenta, según Piombo y Sal Llargués. Y porque un nene de seis años que fue previamente abusado, ya no sufre tanto como quien lo padece por primera vez, piensan.
Y él, que ya tiene 11 años, escucha, mira, oye, siente, que el precio de su dolor fue tasado en la mitad. Y sabe que una cohorte de bienpensantes sale a defenderlo y la desnudez aflora una, tres, diez veces. Y seguramente no entiende.
Entonces, los mismos señores gobernantes que saltan a la yugular de la infancia vulnerada para bajar la edad de imputabilidad ante cada delito más o menos resonante, más o menos impactante a ojos ciudadanos, más o menos aportador de votos y aplausos, ahora cuestionan que los camaristas “le dan voluntad probada a un menor de 12 años” a pesar de que “ninguna acción de un menor de 12 años tiene validez” (Ricardo Casal, en Radio del Plata). El fallo –dijo el ministro de Justicia- es “una omisión deliberada de nuestro Código Penal y Civil, donde se protege a los menores de 12 años, considerándolos incapaces absolutos, es decir, sin autonomía de decisión”.
El mismo Ejecutivo que tras el crimen del ingeniero Barrenechea, en 2008, defendió que “llegó el momento de debatir una baja en la imputabilidad de los menores”. O que, tres años después, planteó que urgía hacerlo porque “los menores de hoy no tienen el mismo grado de madurez y concepto que hace un siglo”. Y esperan pacientemente al próximo delito que se multiplique en los diarios para volver sobre la idea.
El contrato que regula la vida social por aquel viejo pacto de propietarios apuntaba teóricamente -ni más ni menos- al control y a la regulación de las violencias. Y es justamente el Estado a través de cada uno de sus brazos y el derecho, como hacedor ambivalente de destinos y vidas, el que asume la violencia en sus modos más perversos y la reproduce en continuidad. La que ejerce impiadosamente una selectividad que suele dejar a la infancia, con ideológica terquedad, arrinconada a las peores formas de violencia.
Mucha magia y mucha suerte tienen los niños que consiguen ser niños, escribía Galeano.
El tiene 11 años. Alguna vez tuvo seis y sólo quería jugar a la pelota.
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