De los Chicos del Pueblo a la otra juventud maravillosa (La Tecl@ Eñe) De los Chicos del Pueblo a la otra juventud maravillosa (La Tecl@ Eñe) Por Alfredo Grande “hay dos clases de personas. Las que hacen leña de...

De los Chicos del Pueblo a la otra juventud maravillosa (La Tecl@ Eñe)

De los Chicos del Pueblo a la otra juventud maravillosa (La Tecl@ Eñe)




Por Alfredo Grande



“hay dos clases de personas. Las que hacen leña del árbol caído y las que, para hacer leña, primero tiran los árboles” (aforismo implicado)


 



El trípode la implicación es: la coherencia, la consistencia y la credibilidad. Coherencia: es la ausencia de contradicciones insalvables (que yo denomino “lo incompatible”) en los diversos registros del sujeto. Lo que hace, lo que dice, lo que siente, lo que piensa. Coherencia no significa, en modo alguno, ausencia de contradicciones. Coherencia es la capacidad de dialectizar las contradicciones, incluso las más profundas, para que ninguna de “nuestras partes”, sean incompatibles con “nuestro todo”. O sea: con nuestro Yo, en su concepción amplificada. A esta concepción amplificada del Yo algunos lo denominan “sujeto”, otros “self”. No es lo mismo el sujeto contradictorio, que el sujeto incompatible. Cuando decimos que alguien es “impresentable”, en realidad estamos diciendo que tiene aspectos, momentos, conductas, que son incompatibles, y por lo tanto no dialectizables, con otros aspectos, momentos, conductas. Consistencia: es la coherencia sostenida en el tiempo. No solo en el tiempo individual, sino también en el transgeneracional. A veces para bien, a veces para mal, en cada momento de nuestra vida resignificamos toda nuestra vida. Y no solo somos mirados por lo que hacemos, sino que desde lo que hacemos es mirado lo que alguna vez hicimos. Es la expresión habitual que “pocos resisten el archivo”. Inútil negar las ansiedades persecutorias que esto genera. De todos modos, la parte buena es que implica lo mas opuesto a la impunidad. Un aforismo implicado dice: “en toda cultura no represora, uno es dueño de sus palabras y esclavo de sus silencios”. Y pienso que es bueno que así sea. Si somos sujetos de discurso, nuestras palabras nos liberan y nuestros silencios nos esclavizan. Nuestra consistencia también se valida comparando ( o scaneando para seguir las terminologías actuales) lo que dijimos e hicimos al menos, la década pasada. Si aquella coherencia que tanto costó conseguir, y mucho más sostener, la validamos al menos cada década, es posible que podamos estar seguros de mantener cierta consistencia. La ética del converso, las metamorfosis cuasi electorales, nada saben de esta consistencia.



La denominada “borocotización” de la política, es un analizador potente que en aras de la denominada gobernabilidad (un reinado que debe parecer gobierno) se sacrifica, mas temprano que tarde, todo intento de consistencia de mediano y largo plazo. Este fenómeno fue evidente en los comienzos de la otra década infame, los 90, cuando revindicar las luchas obreras por el socialismo, era “haberse quedado” en alguna década pasada.

La cultura represora hace una sistemática denigración de la consistencia, mostrándola como rigidez y falta de adaptación a los cambios. Justamente, porque los represores pretenden que los reprimidos se flexibilicen en todos los sentidos posibles, para facilitar la tarea de vaciamiento representacional de las utopías libertarias. Pero aquellos que sostienen la coherencia y la consistencia, obtienen el logro más preciado que en la cultura no represora podemos pretender. Credibilidad: efectos en la subjetividad que no pasan por la fascinación, la adoración, la idealización extrema, el enamoramiento o la hipnosis. En la credibilidad no se trata, como canta la hinchada de “es un sentimiento, no puedo parar”. En realidad, es un pensamiento y un sentimiento, y si se pueden parar. Credibilidad es pensamiento y sentimiento crítico. Y la crítica bien entendida pasa por el análisis de la propia implicación.

Hace poco en una charla para estudiantes en la Universidad Nacional de Rosario, alguien me preguntó: “¿Qué hacer”? Más allá de la monumental obra de Lenin, poco habría para agregar. Lo que se me ocurrió en ese momento, es agregar que además de la pregunta por el “hacer”, es válida también la pregunta por el “sentir”. O sea: ¿cuál es el “sentir “ que nos potencia nuestro “hacer”?. Y en la crítica de los sentimientos, encontrar una de las claves que puede permitir halar la explicación a cierta rebeldía paralizada y anestesiada. La cultura represora, las hegemonías, siempre general adhesión desde una negatividad, el terror, pero también desde una positividad, el amor. Amar al represor es una operación subjetiva que, de no poder ser desmontada, será causa de más penas y más olvido.

Esto se ha expresado en diferentes maneras con distintos referentes teóricos. Desde Wilhelm Reich hasta Gramsci. En el psicoanálisis implicado, hablamos del ideal del superyo. Un ejemplo son los ideales en los cuales todas las guerras se sustentan. “Cuando el Estado decide matar, se hace llamar Patria”, dicen los anarquistas. Y la Patria es el amor primero. Amor sagrado. Amor eterno. Por lo tanto hacer la guerra, y dejar de hacer el amor, es el deber del patriota. Y el Capitalismo, el amo actual de todas las formas de la guerra, también se hace amar. Una de esas formas de amar es el amor a los subsidios, a los préstamos de las multinacionales, el deseo por esas investigaciones que aunque se vistan de cientificidad, pactos perversos se quedan. Por ese amor al capitalismo, desmentido, contrariado, recusado, escindido, pero presente en cada acto de nuestra vida cotidiana, el amor al socialismo es apenas, amor platónico. Amor que ha decidido no consumarse, apenas expresarse en unas cuantas tretas discursivas. Por eso toleramos el hambre, el frío, la desesperación, la mendicidad, la enfermedad, el maltrato, la violación, de los chicos del pueblo.

Aunque gran parte del pueblo no se hace cargo de esos chicos, y otra parte del pueblo se alegra cuando los acusan de ser apenas pibes chorros, y otra parte del pueblo suplica y consigue bajar la edad de la imputabilidad. Para muchos ni son santos, y mucho menos inocentes. Son demonios culpables hasta el tuétano de la desgracia que provocan y de la desgracia de la cual serán eternos portadores. Pero esos chicos del pueblo encuentran, saltando varias generaciones, otra juventud maravillosa. La de los estudiantes que se concentraron para repudiar las maniobras leguleyas que otorgan precaria legalidad y ninguna legitimidad.

Se enfrentaron al aparato represor con gomeras y piedras, como enseñaron los piqueteros. Marché con ellos y por ellos, cantando nuevas canciones, algunas de llamativa complejidad. Cuando escuché las noticias sobre la represión, dudé, pero apenas segundos. Me fui al Congreso, donde había que estar. Funcionó mi memoria corporal, cuando enfrentamos a la dictadura de Onganía, con su noche de los bastones largos y a la intervención de Ivanisevich, ese fascismo de piernas cortas y manos largas, que se prolongó hasta la noche de los lápices.

El trípode de la implicación exige que cada lucha del pasado se prolongue en cada lucha del presente. Es imposible anotarse en todas, pero es nefasto no anotarse en ninguna. Y si la memoria histórica exige la justicia absoluta para los crímenes de lesa humanidad cometidos en el marco de la triple A y la dictadura cívico militar, nuestra percepción histórica de este hoy exige que la justicia sea además de un tema del derecho, una conquista permanente de la cultura. Lo que hoy sucedió en Congreso también es impunidad. Y la peor de todas: la que se hace con el disfraz del estado de derecho. Pero mientras marchaba con aquellos que son bastante más jóvenes que yo, una fuerte convicción empezó a construirse: “el divino tesoro de la juventud es luchar por lo que se sabe y saber por lo que se lucha”. Entonces los chicos del pueblo podrán soñar despiertos porque hay otra juventud maravillosa que no está dispuesta a dejar de luchar.

Diciembre 2009

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