In-justicia (APE).     In-justicia (APE) Por Claudia Rafael    (APe).- “A mí me parece que la idea de justicia por sí misma es una idea de las que en efecto ha...

In-justicia (APE).

 


 


In-justicia (APE)




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Por Claudia Rafael   



(APe).- “A mí me parece que la idea de justicia por sí misma es una idea de las que en efecto han sido inventadas y puestas a trabajar en diferentes clases de sociedades como instrumento de un cierto poder económico y político”. Michel Foucault, filósofo francés que murió hacen ya 26 años, podría haber dicho esas mismas palabras para analizar dos hechos jurídicos puntuales ocurridos hace muy poco a miles de kilómetros de distancia de su país.

Si bien ahora -en una suerte de marcha atrás- el hombre fue absuelto por un juzgado en lo Correccional hubo todo un andamiaje judicial que arremetió contra él desde que un guardia de seguridad lo encontró con unos trozos de queso bajo la ropa dentro de un supermercado. Detalle: el hombre en cuestión tiene como único territorio de vida cotidiano las calles porteñas que son su casa y su techo.

Pero también, en las antípodas delictivas, hubo un fallo de Casación desde el que se redujo a la mitad la pena a un pastor evangélico condenado por abuso sexual contra chicas de 14 y 16 años por el sector social de pertenencia de las víctimas.

Una vez más Foucault: “instrumento de un cierto poder económico y político”.

Luis Federico Arias, juez en lo Contencioso Administrativo de La Plata, decía con un dejo de ironía hace unos días, que “es mentira que los pobres no tengan derecho de acceder a la Justicia. Si no, miremos las estadísticas de la Justicia Penal y vamos a ver que el 90 por ciento son pobres”. Eso sí, aclaró: no revisemos las causas del Fuero Contencioso que es donde se reclama al Estado. Ahí los pobres directamente no acceden”.

De alguna manera, todo remite en un viaje apasionante por el túnel del tiempo a la Roma Antigua. A aquellos días en que la justicia era definida sin más como “cosa de ricos”. En donde tribunales especiales o “personas aforadas” (que tenían fueros) podían -especialmente mediante sobornos- eludir a la justicia. En estructuras que dividían claramente a los comunes mortales entre honestiores y humiliores. Es decir, entre los honestos, que eran los senadores, los magnates, los potentes, los terratenientes, los obispos, los patricios, los nobles y los ad humun, los rebajados a tierra, los humillados, los campesinos, los pobres, los representantes del clero inferior, los artesanos, los sin tierra.


Una vez más Arias: “la imparcialidad en términos absolutos no existe. Es una gran farsa. La neutralidad es imposible”.

Y desde la Justicia Penal, el ex juez azuleño Jorge Edgardo Moreno, es muy contundente: “ahora que estoy del otro lado del mostrador tengo la certeza de que hay una cuestión de clase en la justicia. Si no, cómo se entiende que en causas como las que cargan Menem o Macri, con imputaciones de asociación ilícita, con pena de prisión, ellos se pasean por todos lados y chicos imputados de robar un tractor, con pena de 3 a 10 años, la misma de la causa de Macri, están presos. No se mide con la misma vara. Hay mucha población vulnerable que también es vulnerable para la justicia”.

El hombre de los quesos dijo ante los jueces que hacía dos días que no comía. Que sus días y noches tenían como único techo la calle. Dos de los jueces decidieron procesarlo por “hurto en grado de tentativa”. El tercero planteó la exculpación por la insignificancia del delito y teniendo en cuenta su situación social. Recién ahora la Justicia en lo Correccional lo absolvió.

Pero en lo que podría definirse como colisión de delitos, ninguno de los jueces tuvo la osadía de imputar al Estado, culpable por el crimen del hambre, del no trabajo, de la ausencia de techo, de la falta de cobijo. En una megacausa en donde el victimario del queso pasaría mágicamente al territorio de las víctimas miles de veces victimizadas.

Cuando la Sala Primera de la Cámara de Casación decidió reducir de 18 a 9 años y pocos meses la condena sobre Francisco Avalos utilizó como argumento central que las víctimas -de 14 y 16 años- pertenecen a un sector social que “acepta relaciones a edades muy bajas; que, además, poseían experiencia sexual -incluso en yacer con otros hombres- y respecto de las cuales también operó el ejemplo brindado por otros sujetos para convencerlas de tener sexo natural con el objeto de estar en condiciones de concebir un hijo, no lo veo como algo moralmente edificante pero tampoco como un quehacer aberrante, repulsivo, que hiera la integridad sexual”.

Fueron doblemente mártires: víctimas primero de su propio pastor que ejercía ese derecho privativo de los poseedores que deciden cuándo y dónde les pertenecerían, que sabían qué hilos mover para someterlas a su propio placer bajo promesa de vida eterna y salvación y luego de una Justicia que justifica a partir de la propia inequidad en que las hundió el sistema.

Una vez más: la víctima deja de serlo por su pertenencia de clase. Y la justicia no sólo no logra abstraerse sino que va aún más lejos. Se para en el pedestal claro que le asestó el Derecho desde su origen. Y vuelve a dividir una y mil veces en honestiores y humiliores, ubicando a las chicas en el cada vez más vasto universo de los humiliores, dignas de ser lapidadas por seducir y provocar al deseo tempranamente por su impronta de clase.

La palabra hecha denuncia de María Elena Walsh cantaba a la señora de ojos vendados y le decía baja de tus pedestales, quítate la venda y mira cuánta mentira. Quizás la sociedad entera debería arrojar de una vez por todas su propia venda y asumir que se continúa condenando en la tierra llana lo que se premia en las alturas del poder. Que se castiga miles y miles de veces (tantas como condenados hay) el delito contra la propiedad pero se aplaude y se salvaguarda el derecho inalienable de los terratenientes de la vida.

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