Por Claudia Rafael
(APe).- Apenas una o dos directoras de escuela decidieron contar lo que se vivía casi a diario. No más. Cuando Emanuel Garrido, el secretario de Medio Ambiente de Coronel Suárez, pidió a las cuatro decenas de escuelas y jardines que respondieran a la encuesta sobre venenos en los sembradíos, sólo un par se atrevió. Meses más tarde, la investigación se transformó en la única, en todo el territorio nacional, que desde ámbitos institucionales pone en jaque la decisión de envenenar para producir, como si fueran pareja indisoluble. Y hoy, es Emanuel Garrido el que se ve arrinconado por el mismo poder político que antes lo concibió inocuo y le prohíben hablar con la prensa o le recortan herramientas de funcionamiento. Muy a pesar de la advertencia, habló largamente con APe.
¿Qué es lo que fragmenta a una sociedad y la divide, tajante, entre los que avalan el modelo de producción transgénica y los que lo combaten? ¿Cuál es el quiebre que la atraviesa en profundidad, que la aja, que le trasunta dolores medulares, que la enfrenta y la divide? ¿Qué es lo que provoca que se desvíen miradas, que se cocinen sospechas, que se trace una delicada frontera ganada definitivamente por el despecho?
Coronel Suárez es un pequeño partido del interior bonaerense, conocido como meca de los alemanes del Volga, diseminados entre las tres colonias; por ser la patria de Sergio Denis o -en los últimos tiempos- la tierra escandalosa de la periodista Estefanía Heit imputada en una causa penal por secuestro y torturas. Identidad rara y compleja la de un territorio que sucumbió, como sucumbió gran parte del país y del mundo, a la ancha paradoja de la abundancia a cualquier precio. En una carrera que -fogoneada convenientemente por marioneteros económicos- hace muy difícil bajarse.
En los últimos 18 años aumentó cien veces la siembra de semillas genéticamente modificadas en el mundo. Y la cifra no es la alucinación fantasmal de un ecologista afiebrado sino que se desprende del informe del Servicio Internacional para la Adquisición de Aplicaciones Agro-Biotecnológicas, entidad que promueve cultivos transgénicos. Y Argentina fue, en 2013, la tercera nación en el mundo. Apenas después de Estados Unidos y Brasil. En la cúspide de los que se atreven. De los que van más allá. A pesar de todo y de todos.
Jimena es docente en una escuela rural de la localidad. Era miércoles aquel día. A las 13.30 llegó a la escuela en el medio de un recreo. “En ese momento la directora notó un olor extraño en el aire que traía el viento que soplaba en nuestra dirección. Miramos enfrente y vimos un camión fumigando a unos 200 metros. En ese momento vemos pasar en una camioneta al presidente de la cooperadora y yo le pedí que se acercara al camión y le pidiera que dejase de fumigar. El hombre regresó unos minutos más tarde. Le habían contestado que se correrían de lugar. Entonces llevaron el camión unos metros a la derecha y continuaron la tarea sin que eso modifique la llegada del veneno a nosotros”. Algunos minutos después, con ardor y picazón en el rostro alumnos, docentes y directora pudieron dejar el lugar.
Indudablemente la identidad ruralista de muchos pueblos del interior profundo fue mutando. Porque “el campo argentino se vacía de presencia humana” y “nuestros economistas no computan en sus cálculos el tremendo costo social y ambiental de la deformación demográfica en evolución y sus graves secuelas. Pero el vaciamiento del interior avanza e impone a la sociedad argentina, como a su economía, un absurdo marco de estrechez” (Francisco Loewy, La Encrucijada).
La investigación de Garrido en Suárez plantea que “más del 90 % de los establecimientos educativos rurales se encuentran -debido a su ubicación espacial- 100 % expuestos a las derivas y otros tipos de contaminación devenidos de las aplicaciones de agrotóxicos. Existiendo distancias de seguridad, en algunos de los casos de cero metros a los juegos que los alumnos utilizan en el patio”.
Las hamacas rozan sus espaldas con el veneno que flota. Las semillas resisten. Los cuerpos enferman. La pelota en el potrero escolar se escapa una y mil veces al campo rociado. Y la carta de Jimena describe un detalle que, a ojos distraídos, podría resultar insustancial. Aquel día miércoles -cuenta la docente- unos 30 minutos después de avisar a los padres de los chicos “me llamó mucho la atención que se tomaban mucho tiempo en meter a los chicos en el vehículo y alejarlos de la zona de riesgo. Actuaban, sin duda, desconociendo el nivel de daño al que estábamos siendo expuestos. Una vez que la escuela quedó sin niños, cerramos el edificio y nos retiramos”. ¿Acaso significa que no aman a sus chicos y los exponen impunemente a los riesgos del gran agente naranja, el mismo que mutiló historias y vidas en Vietnam cuando los militares yanquis rociaban desde los aviones en el contexto de la Operación Ranch Hand? Sería ciego y absurdo el análisis. Tan absurdo como pensar que aquellos directivos que no responden a la encuesta sienten alegremente la felicidad del peligro del glifosato en la piel o en los bronquios. Como descabellado sería pensar que si no existen en Argentina registros epidemiológicos oficiales fidedignos -como denuncia el informe Garrido- sobre “consecuencias directas de las aplicaciones de agro tóxicos (abortos espontáneos, malformaciones, patologías de vías respiratorias, del sistema nervioso, etc.)” tiene que ver con connivencias de los médicos que se niegan a implementarlos.
El acorralamiento por intereses de las grandes marcas del agronegocio no deja margen para ver. Se eleva como muralla ante las miradas sociales. Asesta espejismos que arrinconan y producen quiebres sociales. Porque los pueblos que alguna vez vivieron en armonía con la tierra, en multiplicidad productiva, fueron viendo el avance de los monocultivos. “Aún incrementando su productividad, Argentina, pasó así, de ser el granero del mundo a transformarse en un monoproductor de soja forrajera transgénica. Argentina dejó de producir alimentos para su población y en cambio se dedicó a la producción de commodities requeridos por el mercado mundial”. (Francisco Loewy, La Encrucijada).
“Todo esto generó en la localidad una enorme controversia. Los directivos, los docentes, también van asumiendo posiciones según intereses. Hay directores que, por aparecer nombrados en un informe, se ofenden. Y, en general, hay un subregistro en los ámbitos de salud. No saben o no quieren saber de las denuncias de intoxicaciones. Uno sabe pero no hay información estadística a partir de registros. Ha habido en Argentina y en el mundo grandes movimientos pero no a nivel institucional. El gran valor de este informe es que es institucional. Y muchos de los síntomas a la exposición aparecen después de 20 años, con consecuencias a nivel respiratorio, cognitivo, autismo, hiperactividad” (Emanuel Garrido, en declaraciones a APe).
Y veinte años (que no son más que arenilla en la historia global de una sociedad) resultan demasiado tiempo para poder ver aquello que no se quiere ni se puede ver. Porque hubo una nueva cosmovisión que instó a dominar la tierra a cualquier costo, que deja jirones de vida en el medio y que instaló un paradigma que mueve los hilos de la historia con parámetros que desoyen la voz de la naturaleza y la toman como rehén dilecta de la economía.
El canto de sirenas de un mercado mundial que endiosó a la transgénesis abrió las puertas a falsas quimeras. Porque no sólo destruye ecosistemas o concentra la propiedad en pocas manos. Hay un daño social que va mucho más allá. Que tiene que ver con la aculturación, con la fragmentación social, con las miradas de desconfianza, con la división por falsos intereses, con las pugnas por banderas ficticias y vanos artificios y con la determinación de no ver aquello que, más tarde o más temprano, caerá como una espada de Damocles sobre la misma humanidad.
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