Por Lorenzo Gonzalo *
Foto: Virgilio Ponce
No estoy ni a favor ni en contra de las monarquías como estructura adecuada para la administración del Estado moderno. Me dan la impresión que son como esos medicamentos que tienen el mismo resultado ingiriéndolos que untándoselos. En unos casos sirven para mostrar la vanidad heredada de los estilos de vida que hemos creado y en otros son puros simbolismos para magnificar los poderes reales.
Sin embargo dentro del contexto social de los pueblos donde aún subsisten, el tema es candente porque tiene una fuerte connotación política. Especialmente en Europa donde su existencia marcha al abrigo de las estructuras neoliberales y constituyen un medio de manipulación para la gobernación de los poderes fácticos, confundiendo a unos y a otros.
El tema no es sencillo y aunque obviamente mi pensamiento se proyecta más allá de las circunstancias políticas que rodean el mundo actual y por consiguiente no concibe semejante fenómeno, reconozco que no es asunto fácil. No se resuelve caprichosamente y no se puede enmarcar dentro de los deseos ideológicos que a todos nos animan, ya sean de un bando o de otro. Por eso no las condeno pero tampoco las defiendo. En este mundo donde se ha demostrado que sólo el compromiso es capaz de allanar el camino de la convivencia y con ello ofrecer garantías al progreso, aunque este sea sólo un pálido reflejo de los requerimientos sociales, me parece que asumir otra actitud, lejos de favorecer su desaparición, puede contribuir a perpetuarlas por más tiempo. Su obsolescencia moral las condena a su desaparición.
Pienso como muchos, que las ideologías se van a diluir, pero no relaciono el hecho con el nacimiento de un mundo de igualdad económica, sino con una toma de conciencia nacida de un mayor respeto por la ciencia y la tecnología y reconociendo que la equidad colectiva es mucho más justa que la búsqueda de una igualdad magnificada por la pasión.
Por consiguiente, intento aproximarme al asunto esforzándome hasta el punto que me lo permiten las trabas impuestas por las estructuras ideológicas de mi pensamiento.
La renuncia del Rey Juan Carlos y su abdicación a favor de Felipe, coincidió con mi estancia en España. Más exactamente, ocurrió durante mis días en Barcelona, cuyos ciudadanos se caracterizan por la protesta y la inconformidad. No más asoma un gramo de injusticia y la calle se convierte en escenario multitudinario de miles de gente que, sin ser iguales en intereses, abordan en común las cosas de su ciudad y en especial de su provincia.
La experiencia de este último viaje me permitió constatar la evolución sufrida por las fuerzas llamadas de izquierda y también las denominadas derechas.
Para las izquierdas, cada vez resulta más evidente que el estalinismo y el propio estado soviético en general, es cosa del pasado y una experiencia histórica útil que por infuncional no sobrevivió más de setenta años.
En las derechas, por su parte, es más común escuchar proyecciones que reconocen anomalías del sistema cuyos arreglos no pueden acomodarse por más tiempo dentro de las viejas fórmulas y donde las preocupaciones por las desigualdades se hacen más patentes.
No se trata de una convergencia de sistemas, porque el socialismo nunca ha existido como estructura terminada de Estado, pero sí de pensamientos que intentan dar respuestas a las realidades que vivimos.
Si partimos del hecho que las sociedades en nuestro planeta han confrontado entornos similares y como consecuencia sus respuestas a lo largo de la historia también lo han sido, no debemos dudar que la humanidad continuará encontrando respuestas comunes.
Las necesidades tienen limitadas respuestas que logren su satisfacción.
Las ciencias en general progresan todas dentro de este principio.
Sin enfocarnos en la distorsión de los entornos naturales que las políticas de dominio han ocasionado, creando problemáticas virtuales en los pueblos menos favorecidos por sus recursos, la dinámica “entorno - respuesta” no difiere en esencia y de aquí las similitudes organizativas que encontramos.
Nada divino, simplemente algo dialéctico cuya lógica se aplica a los propios sistemas de computación que nos ayudan en la búsqueda rápida de soluciones.
La monarquía subsiste por inercia pero no es esencial en la administración de los Estados actuales y por ende, su desaparición es inevitable.
La renuncia de Juan Carlos fue una movida política acordada por el poder fáctico español, ante el nuevo giro que está tomando el pensamiento de las fuerzas socialistas en la Península Ibérica. Ante los cambios que demanda la conciencia social nada mejor que cambiarle el ropaje a la obsolescencia para ganar tiempo.
La elección de Pablo Iglesias como diputado de la Unión Europea, sorprendió al establecimiento. El PSOE se quedó rezagado porque hace tiempo se convirtió en un PP con diferente nombre. El PP retrocedió aún más y el panorama político se llenó de luces para las izquierdas y de sombras para las derechas. Como consecuencia, la escalera que sostiene al poder se tambalea y en cualquier momento puede quedarse prendido de la brocha en un país que no teme clamar por lo suyo. La renuncia de un Rey que, entre otras cosas es de dudosa moralidad y está desgastado, ha sido una brillante táctica de transición ante una situación que ya no encuentra respuestas apropiadas dentro del pensamiento tradicional gobernante.
Sumado a lo anterior es importante mencionar los movimientos separatistas de Cataluña y el País Vasco y algunas corrientes menos acentuadas de otras regiones, aspectos que definitivamente apuntan a solucionarse dentro de mecanismos federalistas, puesto que nadie está dispuesto al suicidio de la separación física en un mundo que busca las uniones como única manera de subsistir y sobre todo de progresar.
El nuevo Rey fue “nombrado”, no coronado, cosa que es vieja en la historia de la monarquía española, cuyos súbditos hace siglos contemplan el hecho como un mal menor y han visto al reinado como un servidor y no como un ente a quien deben servir.
La mejor parte es que hay una conciencia de compromisos y entendimientos y mucho convencimiento de que tirando piedras y rompiendo vidrieras no es la respuesta, pero que las cosas hay que cambiarlas y las soluciones no llegarán por sí solas y además es urgente hacerlo.
Tengo la impresión de que a pesar de los pesares y de los inconvenientes que la Unión Europea han significado para España, esta prevalecerá y cuenta además con un pueblo trabajador, rebelde y disciplinado.
Así lo veo y así lo digo.
* Periodista cubano residente en EE. UU., Subdirector de Radio Miami.
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