Por Silvana Melo
(APe).- La ciudad más rica enciende fogatas mínimas al sur. Habrá una olla ennegrecida donde algo hierve. O simplemente el milagro de acercar las manos y que se entibien. La ciudad más rica está cruzada por autopistas -para quienes circulan por arriba- y de techos que tiemblan, para quienes duermen en el afuera de una casa, de un abrigo, de un sistema. Son más de dos mil los que tiran un colchón nómade en los portales de un edificio público, junto a las columnas de un puente, debajo de las autopistas.
Ellos se mudan todo el tiempo: no tienen domicilio en sus documentos; no tienen documentos; no tienen cortinas ni cumpleaños. Van, como el caracol, con sus casitas a cuestas. Una silla con tres patas, un chango de supermercado al que le falta una rueda, dos colchones si la familia es numerosa y un par de mudas de ropa. Se van perdiendo cosas en cada fuga. La doña pierde un diente y veinte centímetros de esperanza (que se vuelve más y más corta) cada vez que tiene que irse. A los chicos se les escapan las pelotitas de los malabares, el calcio de los huesos y algún osito tiznado que encontraron en un container.
La vida afuera no tiene propiedad privada. No puede escriturar ni siquiera el pedacito de cielo que le corresponde cuando abre los ojos a la mañana y vuelve a ver la vida.
“Ordenan asistir a una familia”, tituló el diario y era apenas un párrafo. El juez Lisandro Fastman, titular del Juzgado N° 14 del fuero Contencioso Administrativo y Tributario de la ciudad, hizo lugar a una acción de amparo presentada por un cartonero de 49 años, preso de la intemperie con sus hijos. La orden judicial determina que el gobierno porteño debe garantizar “en forma efectiva el derecho de un adulto y el de sus dos niños menores de edad a tener un alojamiento digno, arbitrando los medios necesarios a fin de incluirlo en alguno de los programas habitacionales vigentes, que no sea un parador ni un hogar".
Orlando Abel López es apenas una hoja en el viento en la inmensidad de la ciudad más rica. Es un nombre en un expediente en la Justicia y un número en los registros de la ayuda social. Uno más traccionando a sangre su carro de cartones y apostando a los residuos de las pizzerías y a las bolsas de los restó. Compartiendo desde fuera de cualquier fiesta, las sobras de la ciudad más rica.
Vaya a saber cómo y por quiénes accedió a una herramienta judicial que asestó en la cara de la ciudad empresa gestionada por un empresario que López y sus hijos deben tener casa. Los otros dos mil no tienen amparo ni recurso ni justicia. Tampoco tienen casa. 500.000 en la ciudad viven bajo techos endebles. 275 mil viven en villas. Cuyos habitantes crecieron doce veces más en diez años que la población de la ciudad de sangre azul y europea.
Por un rato, López dejó de ser un desaparecido social. Sin nombre ni domicilio. A uno lo obtuvo cuando se volvió expediente; a otro tiene la esperanza de encontrarlo en la intimación a un gobierno que incumple deportivamente todas y cada una de las leyes que apuntan a la vivienda en módica dignidad. Hoy alquila dos habitaciones de hotel por 1.500 pesos mensuales, que puede pagar a través de un subsidio habitacional que consiguió a través de una cautelar de 2012, confirmada por la Sala II de la Cámara de Apelaciones (porque el Gobierno de la Ciudad apeló la orden de otorgar un subsidio habitacional a un hombre sin casa) en marzo de 2013.
López junta hasta 120 pesos por semana vendiendo cartones y plástico. 480 pesos por mes. Vive junto con sus hijos en el barrio Ramón Carrillo, sur de la ciudad más rica -allí donde su riqueza tambalea y se esfuma-, el mismo barrio declarado en emergencia ambiental y de infraestructura en 2004, prorrogada hasta 2012. Nunca se cumplió con las obras que implicaba la emergencia: “correcto funcionamiento de los desagües cloacales y pluviales; las redes subterráneas de distribución de energía eléctrica y gas; infraestructura, etc.” Y las esperanzas de que se cumpla, en la canasta de incumplimientos del macrismo, son arena en el mar.
Buenos Aires Ciudad ha estallado de construcción de alta gama en los últimos años. Al ritmo del crecimiento de la precariedad en otros nortes que son el sur. El boom inmobiliario, de la mano de la especulación, dibuja en pantallas led casi un 27% de departamentos nuevos vacíos. Y, a la vez, la intemperie de centenares de miles que sobreviven en la emergencia crónica. La ciudad ya no integra. Fractura. Divide. Crea violencia. La toma del Indoamericano en 2010 es un emblema de la angustia, la criminalización y la muerte.
El Gobierno de la ciudad más rica separa a los desfasados del sistema. Los encierra en 42 asentamientos y villas, 21 barrios precarios, 172 casas intrusadas, hoteles subsidiados (3.300 familias), 21 conventillos oficiales, etc. Recorta el presupuesto con tijera ciega. O no tanto: en 2006 el presupuesto para vivienda equivalía al 5,3% del total. En el 2014, bajó al 2,5%. Para las villas en 2006 se destinó el 2,5% del presupuesto. En 2013, apenas el 0,8%. Presupuestos bajísimos y, además, sistemáticamente subejecutados.
Mientras el gobierno Pro (tantas veces en sociedad con su oposición que a la vez es oficialismo nacional) agudiza la imaginación para recuperar tierras que valen oro (las de la Villa 31 en Retiro, las del Borda) para el negocio inmobiliario, siguen llegando a la Ciudad promisoria las víctimas del modelo que extiende la frontera agropecuaria para sembrar soja y prescinde de los campesinos; las víctimas del modelo que vuela los cerros, termina con pueblos que eran una gema en los valles, contamina el agua, destruye las economías regionales y expulsa a la gente de sus cielos y de sus tierras feraces.
Llegan en busca de una ciudad piadosa, con sus hatitos en la espalda. Y terminan engordando el villerío, corridos de las autopistas por la Metropolitana, desarraigados de la tierra, del pavimento y de su propia esperanza.
En mudanza permanente y en pérdida constante. Como Orlando Abel López, que tiene nombre desde que se volvió expediente. Y como todos los demás que dejaron la identidad olvidada bajo un colchón cuando huyeron del desalojo.
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