Por Claudia Rafael
(APe).- Tras décadas de destrucción de los trenes, de crimen anunciado de cientos de pequeños pueblos, incomunicados y fantasmales; de migración forzada de más de un millón de personas por la cesantía de la vida que significó la privatización, de la masacre de Once y tantas otras muertes cotidianas provocadas por ferrocarriles derruidos, la frase sonó, cuanto menos, como un acto de falsa y desajustada valentía. “Hay que matarlos. Te dan ganas de matarlos”. Irritado, crispado, el ministro dirigió su rabia con puntería milimétrica. Los graffitis en los trenes -dijo- son obra de “un tarado que tiene poca responsabilidad y no sabe el esfuerzo que significa para el Estado nacional, que somos todos los argentinos, poner recursos”.
Lejos de la oficina de Florencio Randazzo, en una sala del Tribunal Federal 2, en Comodoro Py, un hombre llamado Roque Barrionuevo desnudaba tristeza: “Lo único que recuerdo es ver gente muerta, un chico que pedía ayuda para salir, una mujer con la mano herida y además, que cuando salí empecé a caminar sin saber hacia dónde iba, hasta que llamé a una persona amiga y me vino a buscar”. (Audiencia del 26 de mayo, juicio por la masacre de Once).
Cada coche -insistía el ministro por su lado- “vale 1.270.000 dólares. Hay que matarlos. Te dan ganas de matarlos. Porque decís ¿cómo pueden ser tan energúmenos?... Pero uno tiene que ser medido porque es un menor y hay que ver cuáles son sus condiciones y se empieza como a intentar justificar ese comportamiento. Hemos hecho la denuncia penal y vamos a accionar contra los padres. Vamos a reclamar un resarcimiento por el daño. (…) Si fuera mi hijo no te digo lo que le haría. Le dejo el traste pero sabés cómo. Por pelotudo. ¿En qué país vivimos? Estas cosas pasan. Los padres tienen que hacerse cargo”.
Antes, mucho antes, cuando se cumplía un año de la masacre de Once un hombre y una mujer leían desde los escenarios: “Se refaccionan las cosas menos importantes, pero más visibles, como si nadie se diera cuenta de la maniobra. Pintan vagones de celeste, sobre una chapa corroída por el óxido (…) Pedimos la estatización de esa empresa, para salvaguardar los puestos de trabajo, y para que este Gobierno deje de negociar con los responsables directos del 22 de febrero. ¿Cuándo van a dejar de ser socios de los Cirigliano, que, en este caso, es lo mismo que decir cómplices? Entonces, hagan lo que hagan, anuncien lo que anuncien, inviertan lo que inviertan, nunca van a poder borrar los nueve años de abandono. Pero por sobre todo no podrán olvidarse ni hacer olvidar a los 52 muertos, que son, como tantos otros, víctimas de este gobierno que debió haber trabajado para evitarnos este dolor y no quiso hacerlo”. (Documento sobre la Masacre de Once, 22-2-2013).
¿A quién quisiera matar el ministro? ¿Qué significa -aunque se lo piense tan solo un exabrupto- desear la muerte de un joven en un país empeñado, a lo largo de su historia, en la eliminación sistémica de su savia más potente?
Y la conclusión lógica sería: quien destruye los trenes irá al cadalso. Extraña asociación de pensamiento que implicaría equiparar en responsabilidades, objetivos, beneficios al graffitero “menor”, “energúmeno”, “tarado” con Menem, Cirigliano, Jaime, Pedraza, Cavallo, Taselli, Roggio, Romero, etcétera, etcétera, etcétera y todos los etcétera necesarios que incluyan a los que callaron, silenciaron, omitieron, actuaron, bajaron los hombros, agacharon la cabeza, asintieron, consintieron, impulsaron. Aunque Randazzo o CFK o cualquiera de los deseosos sucesores o de los antecesores que tampoco resisten archivos jamás hayan dicho sobre cualquiera de ellos “hay que matarlos. Te dan ganas de matarlos”.
Desde los primeros hombres de la Historia, las paredes, las cuevas, las cortezas de los árboles, los muros inalcanzables tuvieron sobre sí el sello propio de las épocas. Los graffitis (no así la entrega de los ferrocarriles) son algo así como la realidad “material y simbólica de la ciudad” (García Canclini), lo que otorga y viste de identidad, lo que deja al desnudo las sensaciones, las ganas de crear, el grito de rebeldía, los deseos de decir “aquí estoy” y de sentir que -como los míticos linyeras a partir de una ordenanza de Crotto de 1920- es posible romper con las estructuras establecidas y viajar como el viento arriba de un tren que deambule en un eterno ida y vuelta por las vías que, alguna vez, volverán como un sueño eterno a recorrer las enteras geografías del país.
La pintada sobre los flamantes trenes provoca conflicto. Desorganiza. Denuncia. Rompe estructuras. Desnuda que es posible traspasar límites que al poderoso molestan porque simplemente sintieron esa tímida estocada. Pero… ¿Un graffiti destruye la historia misma de los trenes? ¿Un graffiti hunde en la devastación la historia entera de los ferrocarriles argentinos, esos que alguna vez recorrieron decenas de miles de kilómeros de vías, que vieron jugar a lo largo de sus pasillos a generaciones enteras de pibes que subían de un salto y asomaban la cabeza por la ventanilla para saludar a los vecinos de un pueblo olvidado?
“Se cambiaron vías, se refaccionaron estaciones y hasta se pusieron televisores de plasma que marcan horarios de trenes que jamás se cumplen. No entendemos las prioridades de las obras. Primero las estaciones antes que las señales, primero los monitores de video antes que los cruces de barreras”, leyeron el hombre y la mujer desde los mismos escenarios.
Un graffiti hundió a gran parte del país (horrorizado) en el mismo debate. Y no sólo a Randazzo con su irritado reclamo manodurista, sino también a todos aquellos que sentados mansamente a la mesa vieron cómo se destruía al país entero en esa simbología dolorosa que representan los trenes y decidieron mirar hacia otro lado.
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