Luciano y Samuel Ruiz
Gentileza APE
Por Silvana Melo
(APe).- “Para la gente humilde la justicia queda por un camino muy largo, que no se puede alcanzar”. Luciano Ruiz es un artesano de Guemes, pueblo de policía brava. Donde a mitad de mayo le alzaron de la calle a su pibe de 15 y se lo lanzaron al calabozo donde lo esperaban los vampiros de la justicia en mano para masacrarlo. Había que encontrar al culpable del robo de un celular. Y salieron de caza. La policía encontró en él y su amigo los corderos para expiar las culpas sociales. Y las víctimas del robo se volvieron lobos del hombre (diría Hobbes) pero peor: el olor a sangre era de sangre de niño. Los victimarios no sabrán nunca quién les robó un teléfono. Pero a Samuel le cerraron de golpe las puertas de la inocencia. Y jamás serán lo mismo la calle y la gente ante sus ojos.
Luciano Ruiz construye su relato ante APe con un acento mezclado entre Salta y Santiago. Tiene un concepto férreo de la Justicia. Y desanduvo los pasos de su hijo en esa tarde para asegurarse de que su verdad era una verdad entera, sin fisuras. “Soy muy estricto con él”, aclaró. Y supo que “salió del colegio a las 19.40 y no se movió de casa hasta que su madre, a eso de las 20, lo mandó a comprar yerba. Y no volvió”. A las 11 de la noche Ruiz estaba atravesado por la angustia. La búsqueda frenética no dió resultados hasta que la policía avisó de la detención. ¿Detenido Samuel? Salió para la comisaría “con ganas de ajusticiar a mi propio hijo, a quien he criado rigurosamente en la humildad y en el sentido de ganarse el pan con el trabajo diario”. Pero cuando llegó lo que le pusieron delante de su incertidumbre y su enojo, delante de sus ojos perplejos, fue “al chico y a su amigo sangrando, muy golpeados. Le habían puesto una bolsa en la cabeza, lo habían hecho arrodillar esposadito y le habían pegado”.
Cuando los policías le hablaron del robo de un celular, sintió que el fuego le subía a la cara. “Somos pobres pero nunca nos quedamos con nada. Le dije que se preparara para lo que le esperaba en casa”. Pero Samuel murmuró “yo no te fallé” y relató cómo fueron esas horas, ese retazo de tiempo, ese sacudón que lo despertó a otra vida. A la verdadera. Más agreste, más impiadosa, más injusta. “Me contó que salió del Colegio Nacional a las 7.40, se fue a la casa junto con su compañero y ni bien llegó su madre lo mandó a la feria a comprar yerba”. Contaba y repetía “no te he fallado papá”.
Le contó que, camino al almacén, “un móvil del 911” los levantó para que se hicieran cargo del robo de un celular a un empleado de Rentas. Les revisaron las mochilas y encontraron una pistola de joystick con cable y todo. El resto del juego (entregado a cambio de una artesanía) había quedado en casa. Negar la autoría sólo sirvió para que los golpes comenzaran en el mismo patrullero. La justicia, dice Eduardo Galeano, suele ser una serpiente: sólo muerde a los descalzos. A veces aquellos bien calzados construyen la propia.
Una justicia venenosa, llena de espinas, que acecha en lugar de acompañar.
Los dueños del celular perdido esperaban en la comisaría. Los chicos fueron entregados a la furia. Nadie sabía si eran ellos o no los responsables del robo. Nadie pasó por un mostrador judicial. Nadie pensó en que a los 15 se es niño para la ley. Y para la gente nacida bien. Nadie pensó que no tuvieron la oportunidad de abrir la boca. De decir no fui. De confesar fui pero. De explicar salí de la escuela y fui a comprar yerba. No había en ese ámbito con olor a sangre y a carne golpeada ni un solo mosaico donde pudiera pararse la justicia. Sólo fue la policía, levantó dos chicos de la calle, decidió que ésos eran y se los lanzó a las víctimas - victimarios para que aplicaran la venganza sobre una palmaria presunción de inocencia.
“Para la gente humilde la justicia queda por un camino muy largo, que no se puede alcanzar”, dice a APe Luciano Ruiz. Tiene 43 años según el documento. Pero sospecha que andará por los 50. “Yo nací en el campo en Santiago del Estero. Me quedé sin mamá a los tres días de vida y me criaron mis abuelos que eran muy pobres. En ese tiempo se anotaba muy tarde a los chicos. Yo fui hasta segundo grado, hice tres meses de segundo grado. Después me daba vergüenza ir a la escuela descalzo”. Por eso construyó otra vida. En Guemes, a la vera de la ruta 34. Donde la policía salteña muestra los dientes de vez en vez. “Yo lo que quiero es que se limpie la imagen de la familia y de mi hijo y se lo dije a un comisario que me fue a ver. Pero él me dijo póngase en lugar de esa gente… yo le contesté que yo no me puedo poner en lugar de esa gente. Porque yo soy gente. Yo jamás le hubiera pegado a nadie como hicieron ellos con los chicos”.
El habla de linchamiento, como algún diario de la Provincia. Sin embargo los foros de los portales, los comentarios de la calle, los dueños de la venganza ciega, apuntan a los chicos como a lacras. Hay mucho pibe moreno y solo por ahí. De hecho Salta es una de las provincias más pobres del país. Y, proporcionalmente, su policía es una de las más violentas.
Una ecuación que siempre cierra. Donde quedan atrapados siempre los que no tienen recursos. Ni económicos ni culturales para hacer frente a la in-justicia y a la des-justicia.
“Guemes es un pueblo tranquilo, pero a veces… a mí no me gusta la injusticia. Esta gente habla de pobreza, de familia, qué saben de pobreza, de eso sé yo; qué saben de familia, familia es amar a su mujer y querer a sus hijos como en mi casa”, dice Luciano a APe. Luciano, que le deja como legado a Samuel su nombre como segundo, esa certeza de que la justicia está en algún rincón del mundo y la dignidad como bandera a plantar en cualquier mosaico en que se haga fuerte.
“Quiero que la población conozca estas cosas y por eso comencé a denunciar este hecho en todos los medios y en la fiscalía. En Guemes, en la comisaría, no quisieron recibir la denuncia, y no voy a parar hasta que este linchamiento de menores quede escarmentado”. Samuel quería ser policía hasta la mitad de mayo. Ahora quiere ser abogado. Va a la escuela, estudia violín e hizo un curso de reparación de celulares. Y trabaja con cueros y tientos con su padre. Pero el azar lo llevó a cruzarse en el camino de un patrullero el lunes 12 a las ocho de la noche.
Hace dos años un video viralizado en las redes sociales desnudó a la policía de Guemes: se exhibía la tortura a dos jóvenes, semidesnudos y sometidos al submarino, una de las técnicas preferidas en los cadalsos de la dictadura.
La policía salteña, tres años atrás, decidió encontrar a los culpables del crimen de las turistas francesas. Y logró que un par de paisanos se hicieran cargo hasta de la bala que mató al caudillo en 1821.
La metodología está encarnada en la fuerza. Que parece desconocer el paso de la dictadura a la democracia. En sus intestinos, todas las épocas son la misma época.
Del linchamiento de los chicos en la comisaría el poder político se enteró “por el diario”. El Estado en todas sus versiones golpea, ignora, descree, abandona. Escucha a unos y desprecia a otros. “Para la gente humilde la justicia queda por un camino muy largo, que no se puede alcanzar”, dice Luciano Ruiz. Junto a su hijo van caminando esa senda escarpada. Suben, como Sísifo con la piedra, sabiendo que antes de llegar a la cima volverán a caer y habrá que empezar de nuevo. Golpes no le faltan a la pobreza. Se trata de resistir. Algún amanecer aparecerá un día. Aunque sea el otoño y el frío ataque por atrás, como la justicia de los vengadores.
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