Por APe
(APe).- En medio de debates maniqueos, de una delgada línea que demasiados pisotean, en la encrucijada exacta en que se devoran los unos y los otros, son escasas las gargantas que se alzan en nombre de los anónimos. De los que mueren olvidados en las estepas de la inequidad.
El equilibrio complejo y difícil de la soledad es el precio de un periodismo consecuente con la utopía de asumir la visibilización de intereses económicos y políticos que provocan tanto sufrimiento. Ajeno a los que, ahogados por el derrame de pautas oficiales, callan las vulneraciones y ensalzan a los marioneteros sistémicos. Ajeno a los que, de la mano de abultados bolsillos, instalan discursos vanos que tapan las voces que claman por justicia.
Lejos, muy lejos de los escribas que silencian se alzan las resistencias cotidianas, la agonía de los descalzos, el suplicio de los olvidados. A miles de kilómetros de distancia de escritorios vacíos, el frío se devora un viejo pedacito de sueño y se resquebraja la tierra polvorienta nacida de las deforestaciones y el avance sojero. Se deglute la vida de uno, dos, cientos de niños que respiran lo que jamás hubieran debido. Se contamina el agua antes transparente, pura, ajena a los envenenadores consuetudinarios. Se balea con plomos feroces la vida de los despojados mientras se intenta barrer con la Historia misma tiñéndola de otros colores tan distintos y tan ajenos. Se escritura la propiedad de las ideas. Se banaliza la palabra. Los nombres. Se desdibuja el camino. Se destrozan los sueños. Y se transforma esa utopía de ser la voz de los olvidados en una danza rabiosa al compás de los ritmos del poder.
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