Por Alfredo Grande
"En una cultura no represora, el pueblo gobierna y delibera a pesar de sus representantes"
(aforismo implicado)
(APe).- Con razón se habla de trabajo esclavo. Con no demasiada razón se engloba una serie de prácticas culturales de supervivencia en comunidades de pobreza milenaria. Sería más que bueno que algunos cruzados contra toda forma de trabajo infantil compartieran una tertulia con Darío Cid, Laura Tafettani y Alberto Morlachetti, referentes de la Fundación Pelota de Trapo. Si tuvieran capacidad de escucha, entenderían por qué lo universal es asesino de lo singular.
En el marco de la cultura represora es obvio que el camino del infierno siempre estará sembrado de buenas intenciones. Pero también hay que saber que las mejores causas terminan transformadas en las peores cruzadas. El pasaje del ideal a la idealización no es sin consecuencias. Todas esas consecuencias son nefastas. La fe convertida en un dogma de exterminio. El amor clonado en los amores que matan. El matrimonio transformado en una condena de unión hasta que la muerte los separe, lo que explican algunos casos de violencia de género, sobre todo en sus formas crónicas.
¿Cuánto oro hace falta para festejar los 50 años de casados? Festejarlos en forma maníaca que es la alegría por mandato. Sin embargo, si hay que creer o reventar, prefiero reventar que creer porque es absurdo, como proponía un padre de la iglesia de Roma.
Reventar de ira, de sed de justicia, de hambre de igualdad, de voracidad por la libertad, es preferible a la tela de araña de lo que denomino alucinatorio social. No hay percepción: hay alucinación. No hay pensamiento: hay delirio. Las palabras son huecas. Son gritos en las cuales el sentido está congelado. Son los “tips”, los mensajitos de texto, los whatsapp, con los cuales las honestas medianías, las mujeres y hombres mediocres que José Ingenieros supo analizar, rumian pero no tragan y si tragan no digieren. No pueden metabolizar el necesario colágeno vincular. Se amontonan pero no se unen. Aquello que los amontona hoy será lo que no podrá acercarlos mañana. No es el viento el que los amontona, más allá de la crianza que hayan recibido de dios. En todo caso, no es cualquier viento. Son las tempestades, los tornados, los huracanes que la cultura represora organiza para devastar y arrasar todo aquello que hace que lo humano siga siendo humano, aunque no sea necesariamente demasiado humano.
Se habla con razón de los sobrevivientes del terrorismo de estado o de un campo de exterminio. En dolor de verdad, la cultura represora sólo admite dos categorías: sobreviviente o cómplice. Los que viven bien, muy bien, excelentemente bien, pornográficamente bien, en este valle de lágrimas y de aullidos, son los “capos” de los diferentes campos de concentración y desaparición. Algunos pocos, demasiados pocos, son jefes intelectuales y operativos. Pero las máquinas de exterminar funcionan por el colaboracionismo de los “santos inocentes”. Testaferros autistas que nada saben, nada huelen, nada oyen, nada observan, nada piensan. Algunos se quejan, pocos protestan, ninguno combate.
El guetto de Varsovia es un analizador poderoso de que para que otro mundo sea posible hay que luchar para conseguirlo. Y se lo consigue aunque no se lo obtenga, porque ese otro mundo posible es, después de nada y antes que todo, una lógica emancipatoria y libertaria. Jamás será entendida por la “perrada”. El perro encierra en su origen la más aberrante de las traiciones. Débil para enfrentar a los animales más grandes, se unió a una raza en ascenso, el homo sapiens, para aliarse a sus rituales de caza. El perro fue el primero que inauguró la mediocre satisfacción de conformarse con las sobras del banquete. Miles de años después, la costumbre se expandió hacia todos los perros que comen el sobrante, los restos, los residuos, los excedentes no utilizables, del homo no sapiens pero si del “homo lucrans”. El hombre del lucro. Que no es ganancia, sino la rapiña del trabajo explotado.
El honesto ciudadano, orgulloso de su legalidad y de su legitimidad, que exhibe su don de gentes, incluso que no estaciona en lugares prohibidos, permite pasar a los peatones porque tienen prioridad de paso (de paso, única prioridad que tienen) firma las tarjetas de crédito y débito con el mismo orgullo que podría rubricar una novela memorable, sonríe porque dios lo ama, vota temprano para no perder el día, elige la seguridad aunque pierda la libertad, se emociona con Titanic pero es indiferente a las mujeres degolladas por la trata, digo que ese honesto ciudadano es tan perro como el perro que tiene de mascota.
También hizo un pacto con la especie más poderosa (un rey, un señor feudal, un gobernador, un presidente, un ceo de una multinacional, un Estado) para seguirlo mientras va de caza. Luego de pagar el IVA se le tirarán las sobras del impuestazo con un maloliente 5 % si paga con tarjeta. La perrada de adulones, alcahuetes, seguidores, amanuenses, testaferros, amarretes, ventajeros, cizañeros, dirán desde el “deme dos” de la dictadura, pasando por el “por algo será”, el “yo argentino” que pasó de ser una respuesta defensiva frente a la discriminación del inmigrante por la ley de residencia, a ser una fotocopia miserable y mezquina del “no te metás”, y terminando en soliloquios sobre la representación popular, el mandato de los votos, la alternancia partidaria, el rol benefactor del estado y extravagancias por el estilo. La canalla ciudadana siempre a favor de los canallas.
Un país que se dice federal pero es tan, pero tan unitario que dios sólo atiende en Buenos Aires. Y en estos años, preferentemente en la Gran Manzana de Puerto Madero. Pero las provincias no demasiado unidas del Río de la Plata también son unitarias. Lo único federal es la policía y el jabón. En cada provincia la perrada sigue durante décadas a las especies triunfadoras, sin importar de qué partido-collar sean. Por eso ante cada violador, pedófilo, secuestrador, torturador, estafador, hambreador, masacrador, violador e incluso a todo eso junto… no hay pueblo unido. No hay colágeno vincular y seguimos amontonados o solitarios. No hay unión para que haga nuestra fuerza. Es una complicidad activa, no por omisión. Es la firme decisión de seguir el carro de los triunfadores, ladrando y aullando para que larguen alguna achura o un hueso con poca carne, pero que larguen.
Como burla final, la cultura represora se permite honrar a los lobos que han resistido las sobras de todos los banquetes. Barack Obama elogiando a Mandela. Sin ir más lejos porque no quiero ir más cerca. Frente a la perrada de ciudadanía cómplice, supongo que Bertold Brecht habrá pensado que “pobre de la tierra que necesita héroes”. Hoy tenemos esos héroes. Todos son mis hermanos y con un poco de esfuerzo, también los puedo contar. Están excluidos de todos los banquetes. No les interesa ninguna sobra. En la comunión que practican, nada sobra porque todo se comparte. Lo sé porque en esos momentos en que la vida merece ser vivida, me dejaron ser parte de esa comunidad de hombres y mujeres libres. Pero sé, dolorosamente sé, que esa no es mi tierra. Pero también sé, alegremente sé, que es la única tierra que nunca dejará de ser buscada, deseada y defendida.
Y en esa maza con cantera, ninguna cómplice ciudadanía canalla tendrá ni su sombra en el suelo.
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