Por Silvana Melo
(APe).- La Justicia se despereza y nota que las rodillas no le responden bien. La artritis le ha atacado la celeridad. A veces le toman cólicos en la independencia y las cataratas la enceguecen de un ojo, por eso hay tanto que no ve. Y que no vio. Cuando los Tribunales deciden debatir ya sobre los cuerpos muertos, a la Justicia se le perdió un pedazo de la historia. Se le cayó entre las autopartes del tren descarrilado de José León Suárez, donde la policía mató al Pela y al Gordo. Se le cayó en Joaquín V. González (Salta), entre los últimos panes que repartió Judith, de apenas 9 años, antes de que la mataran. Sus papás no pueden leer las notificaciones judiciales: son analfabetos. En estos días comenzará el juicio a sus asesinos. En estos días se enjuicia a los homicidas de Franco Almirón y Mauricio Ramos (16 y 17 años). Pero hay otro juicio que se perdió con los panes de Judith. Que se perdió con las toneladas de basura del CEAMSE. El juicio al Estado que los colocó, a los tres, en la parte del mundo que liga las sobras y los golpes de la otra parte. Donde la vida y la muerte son tan aleatorias como el vuelo de una mariposa.
Hace tres años y todo es igual. Nada cambió después de la muerte de Franco y Mauricio, aquella tarde del 3 de febrero de 2011 cuando descarriló el carguero de TBA repleto de alimentos y autopartes, al borde de La Carcova. La gente se lanzó sobre el regalo impensado: por una vez se le plantaba en la puerta de casa lo que servía, para comer o vender, mágicamente. Sin tener que disputar los desechos en la guerra cotidiana del CEAMSE. Franco, Mauricio y Joaquín pasaban por ahí en bicicleta, rumbo al basural. Cuando llegó la policía hubo balas de goma y piedras como respuesta.
Entonces los gases. Y después el plomo. Franco, Mauricio y Joaquín se acurrucaron detrás de una montaña de chatarra. El gas los disparó para afuera. Y los alcanzaron las balas. Franco y Mauricio murieron. A Joaquín las balas y el terror lo convirtieron en otro. Y está, vivo, ante los Tribunales.
La policía, en el consabido cuento infantil que acomoda las piezas de la historia para ubicar al monstruo entre los anónimos más frágiles, dijo que el descarrilamiento fue provocado por gente armada. El ministro Ricardo Casal le dio legitimación política a la teoría. Y ante los Tribunales responden dos efectivos: el subinspector Gustavo Vega de la Comisaría 2ª de San Martín y el oficial Gustavo Rey, de la Policía Buenos Aires 2, de cuyas armas habrían salido los disparos. Pero no los responsables del operativo, el comisario ni el jefe distrital ni el jefe de la bonaerense ni el Ministro que los victimizó defendiéndose de una turba que los atacaba. El CELS asegura que “lo que pasó no fue casualidad ni fue el accionar solitario de uno de los policías. Hubo una respuesta coordinada, una decisión de ir a buscar más cartuchos y la pistola lanza gases a la comisaría”. Apenas pasaron a retiro a algunos comisarios, una manera elegante de sacarlos de la luz pública. Nadie los exoneró ni los expuso a la justicia penal.
Mucho más lejos
A mil quinientos kilómetros de Buenos Aires, lejos de la concentración mediática y las disputas políticas, otros tribunales lustran sus estrados para poner en marcha otro juicio sobre un cuerpo pequeño, estragado por los asesinos, visibilizado por la única vez que una pata del Estado se ocupa de ella. De Judith Palma, de nueve años, martirizada en mayo de 2013. La Justicia llega a ella tarde, cuando no hay más que hacer que tragar el tranquilizante social de la condena a los criminales. Pero ella, que repartía panes en una ciudad pequeña y extremadamente pobre, no está más. Y todo aquello que pudo haber sido, no fue. Los quince con un bailecito en el piso de tierra de casa, la escuela, el sueño de ser peluquera, enfermera o tal vez doctora o astronauta de las que atrapan la esperanza que se escapó para arriba, como un globito de gas.
Judith repartía el pan que amasaba su madre, por las callecitas de Joaquín V. González. Un pueblo del departamento de Anta, donde mucha gente no sabe leer ni escribir. Como los padres de Judith, que no pudieron leer lo que se escribió sobre el crimen de su hija. Ni las notificaciones judiciales que les llegan a la casa.
Cuatro de cada diez son pobres en Anta. Seis de cada cien son analfabetos (cinco veces más que en la capital de Salta).
A Judith la mataron tres hombres mayores que se sentarán en estos días ante los Tribunales. La martirizaron. Y la Justicia viene, con artrosis en la cadera, renqueando y de malhumor. Tarde, como siempre.
Cuando Franco, Mauricio y Judith -a mil quinientos kilómetros dos cuerpos del otro- ya no están por acá para dar vuelta el mundo como una media.
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