Por Claudia Rafael
Foto: Marcelo Kehler
(APe).- Hacía frío aquel día. Marcelo llegó al diario y se puso a descargar las fotos, como siempre. Me llamó para que la viera. Esa no era una imagen cualquiera. Estaban los tres. Se los veía de espaldas, contra la pared. Un policía hablaba por teléfono, quién sabe con quién, a la derecha. A la izquierda, otro policía de perfil. Se los ve a los tres, tan chiquitos ellos, con campera y capucha. Estuvieron ahí un par de horas quizás. Es difícil hacer las cuentas de cuándo fue. Tal vez ocho, nueve o incluso diez años atrás. Desde entonces los mismos tres, a veces con un par de hermanos más, en ocasiones uno menos, conocieron infinitos cacheos, averiguación de antecedentes, corridas, espantos, calabozo, sala de espera comisarial.
Aquélla no es cualquier foto. Es el emblema de la sentencia perpetua congelada en una imagen. Es la advertencia firme y tenaz de lo que los años, que fueron arando miserias y crueldades en su piel, harían con él. Un par de pintadas en el barrio le asestan por estos días el mote de “asesino” junto a su nombre. A Emanuel. El mismo de pecas desplegadas que multiplicaban su ternura. A él que llegó a los tumbos a los 18 y que, desde hace seis días está en la Alcaidía de General Alvear, ahí donde se eleva una de las cárceles más feroces y cruentas de la provincia. La misma que con el 75 % de los votos, el pueblo aprobó en 1995 en un plebiscito para el que el entonces intendente, Aldo Sivero decía que “la cárcel es una fábrica que no cierra”.
La suya es una biografía institucional marcada. Un hermano preso (el mismo que se destrozó los huesos una vez que cayó de una grada de la tribuna de Racing), otro que se suicidó -dicen que porque no lo amaron como deseaba-, y una historia de abandonos y vulnerabilidades viejas.
El ramillete de hermanitos salía junto a las calles de Olavarría. Barrían las veredas a cambio de unas monedas. A veces birlaban unos chocolates o unos caramelos a un kiosquero distraído. Otros chicos les tenían miedo y ellos eran el blanco predilecto de la policía que los corría cada vez que se los cruzaba en algún tramo céntrico de la ciudad.
Por esos mismos días, a pesar de que la soledad de familia los empujaba a la calle con la orfandad del olvido tatuada en la piel, iba a la escuela 59. Enfrente del arroyo Tapalqué, el que tajea Olavarría en dos. El mismo arroyo que se sublevó ante la ciudad mucho antes de que él naciera.
En esa escuela 59 -dicen- tienen un listado de pibes que se les fueron muriendo entre pujas y balas, en cuchilladas malditas, en el asfalto caliente. Cuando el maestro habla de él, en cambio, insiste: “nunca tuvo problemas de conducta, era buen alumno, muy inteligente. Y ¿sabés qué?... tenía todas las potencialidades para cambiar su destino si hubiera crecido en otro contexto. Era un pibe de buen corazón”.
Ya después de los 13, empezó su cercanía más sistematizada con las drogas. “Yo compro de la buena”, dijo en la oficina judicial hace unos dos o tres años. Y la respuesta del Servicio Local ante el pedido de ayuda de una de las tantas patas institucionales fue: “todas las instancias están agotadas”.
Si ese maestro de la primaria lo veía con los ojos de la ternura, la secundaria le estampó el estigma de irrecuperable y lo lanzó a los destinos de la expulsión. En lícita asociación con el municipio, con el servicio local, con el zonal, con los buenos vecinos de buena sociedad a él lo empujaron a la nada más feroz.
Hace un año, le calzaron un homicidio que no le pertenecía. Pero esta semana -cuentan- la historia fue otra. Un disparo. Un plomo certero en el cuerpo de un hombre. Una puja por entrar a una fiesta que cerró la puerta a pibes como él. Un arrabal harapiento y de violencias. La madrugada agónica.
Y la lenta y paulatina construcción del enemigo que alguna vez tuvo pecas. Que sonreía entre timideces. Que tocaba un timbre o golpeaba una puerta y pedía unas monedas a cambio de la vereda barrida. Que aspiraba una bolsita que le hacía huir de las miradas violentas y los puños pertinaces. Que creció con el mote colectivo para él y para todo su ramillete de hermanos. Porque eran “los Tatitas”. Los que conocieron cada pared contra la que los estamparon, cada patrullero en el que los cargaron -a él y a ellos que no llegaban siquiera al borde inferior de la ventanilla-, cada encierro en el que por horas o días los anclaron.
Ahora ya es grande. Tan lejos de la foto de Marcelo de ocho, nueve o diez años atrás. Esta vez llegó a los 18 y ya no será nunca más el niño que entra a una cárcel de niños. Esta vez es la Alcaidía de Alvear. Ese universo devastador de humanidad que lo estaba aguardando. Que le tenía un lugar pacientemente reservado desde los lejanos días en que berreaba al mundo sin saber de qué se trataba esto de estar vivo cuando se nace en los márgenes de todo margen y cuando la única certeza es la del desamparo.
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