Por Claudia Rafael
(APe).- Su nombre puebla las paredes, el cartel luminoso de la estación, el bajo puente que cobija protestas y rebeliones. Su nombre parió movimientos. Sembró semillas. Cosechó lágrimas y dolores. Desató canciones en voces que antes eran magras y sedientas de camino. Su hambre de revolución no cesó en sus 21 años, tan veteranas de luchas nacidas al calor de todos los fuegos de gentes huérfanas en tiempos de país hundido en la nada más profunda. En esos tiempos en los que alzaba, bloque sobre bloque, las paredes insumisas al poder del Estado, el mismo que le suprimiría la savia y le detendría definitivamente los latidos.
Darío siguió andando entre banderas por los senderos de la oscuridad para empatarle una lucecita a las tinieblas. Su nombre llegó ahora a la adultez de los 35 años sin haber atravesado los mares que abrió la ausencia, sin haber conocido a Mariano, con el que se cruzó sin saberlo a metros de las vías del tren. Su nombre recorre arrabales que sembró de su sangre, tan roja como su utopía. Que en los sótanos de la condición humana eligió el abrazo y la ternura. Que alzó su mano para frenar al odio de los fabricantes de la muerte.
Que desde su corazón indómito se inclinó ante la fragilidad de Maxi en un gesto que desnuda lo más primitivo del hombre: abrazar la vida o acoplarse a la muerte asesina. Y su nombre -tan joven, tan niño, tan entero- engendró el vuelo de los pájaros que no olvidan entre el fuego y los disparos del poder. Fue apenas un pibe que intuyó desde el barro que la vida se viste de dignidad o queda sola, arrumbada y derrotada de sentido. Fue tan sólo un hombre que supo que tenía entre sus dedos un futuro que nacer.
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