Por Alfredo Grande
(APe).- En diciembre de 2013 escribí en Pelota de Trapo: “Te acuso Felicidad de mancillar la alegría y corromper la tristeza. Te acuso de cultivar la indiferencia, la apatía, el conformismo y la mediocridad. Te acuso especialmente de fomentar la voluntad de adorar y de idealizar y de arrasar la capacidad de amar y de sostener ideales.
“Quiero un nuevo año donde tenga su lugar la alegría, la tristeza, el dolor, la inteligencia, la indignación, la bronca, la justicia, el amor que pone lo que falta y el odio que saca lo que sobra. Aleja de mí el cáliz de la felicidad porque para obtenerlo es necesario anestesiarse ante el horror social. Los que luchan por sus ideas y los que ponen ideas a sus luchas sabrán entenderme. Por un nuevo año...y por un nuevo mundo en nuevos años”.
La felicidad es otra captura de la cultura represora que nos ofrece diversas maneras de comprarla, alquilarla, robarla, estafarla, licenciarla, alucinarla. Confunde y siempre deliberadamente, estar contento, ser alegre y ser feliz. Muchas veces estoy contento, algunas alegre, pero nunca feliz. Porque la matriz de la felicidad es colectiva o no es felicidad.
El mandato de ser feliz es poco feliz. Cualquier escrito en el libro de quejas de la vida recibe un comentario al estilo: “¿y vos te quejás porque no conseguís trabajo? ¿Qué tengo que decir yo que me echan de todos lados?”. En la cultura represora, siempre encuentra el que teje otro que teje peor. La góndola de las desgracias está repleta de primeras, segundas y terceras marcas. La góndola de las alegrías está vacía para conjurar ataques de envidia.
El “todo bien” deviene en su automatismo mental y vincular una negación absoluta del “¿o querés que te cuente?”. Como en las propagandas de cualquier producto, los rostros sonrientes, con almidón en los dientes, cuerpos en movimientos pendulares que a ninguna parte llevan, como hámster que se baja de la rueda y dice “que lindo paseo”, la felicidad tiene cara de consumo. Y esta mecánica de nuestros días felices, de las maravillas que lo posibilitaron, de los dioses y diosas que los tutelaron, toda esas ondas beatíficas de amor, paz, felicidad, bienestar, amor, amor, amor, son las máscaras perversas de los rostros del dolor, de la crueldad y de la desesperación.
Nos dicen que los días más felices para el pueblo fueron los días peronistas. No cuestiono. Sólo interrogo: ¿nadie pudo cuidar esa felicidad para que la “revolución” libertadora, la dictadura genocida, o la derecha liberal no terminaran castigando y sepultando tanta felicidad derramada? Porque si de ser felices se trata, más se trata de cuidarnos de los terrores y horrores de las clases dirigentes.
El precio de la felicidad en la cultura represora es el olvido. Ese precio no lo pago ni en cuotas ni al contado. Y poco tributo es aceptar no ser feliz cuando tantas otras y tantos otros buscando la felicidad para el pueblo encontraron la tortura, el desgarro, la muerte, o esa forma cruel del olvido que algunos llaman desaparición forzada de personas.
Forzamiento que alcanza a los valores, la cultura, la historia, los deseos, las esperanzas. Soluciones finales que se han puesto en práctica con embalaje democrático o tiránico o ambos operando en forma simultánea. Y agravado por el vínculo que no es otro que el origen constitucional de muchos desaparecedores.
Se busca la generación del enamoramiento por la razón o por la fuerza, como dice el escudo de Chile. Por la razón democrática, de Estado y su interminable e insoportable publicidad de los maravillosos actos de gobierno. Siempre con prensa monopólica, oligopólica, oligofrénica, privada y estatal. Aunque en realidad siempre estatal; lo que algunos llaman pauta publicitaria.
Fascinarse es el primer paso y a veces el único paso hacia la alienación. Los índices de fascinación se denominan “índices de aceptación”. Alfonsín fascinó, Menem fascinó, De la Rúa aburrió y Néstor y Cristina re fascinaron. Incluso a opositores, lo que es mucho. La fascinación alguna vez fue llamada “culto a la personalidad”. Criticada por la izquierda como un reduccionismo de cualquier política de masas, y fomentado por las derechas que siempre buscan y siempre encuentran al mesías salvador.
Amamos a Jesús pero en realidad nos fascina Barrabás. El mesías devastador se presenta como caudillo, líder natural, el mejor de los mejores, que grande sos cuanto valés, no te mueras nunca, nestornauta, jefa del movimiento nacional y popular, padre de la democracia. Tantas marcas para sostener el mito fundante de nuestra patria: la cruz y la espada. Con su versión mejorada: la cruz y la picana.
Freud nos enseñó que “no se enamoró porque es maravilloso sino que lo ve maravilloso porque se enamoró”. Los gerentes de la cultura represora lo tienen demasiado claro y es simple: no se trata de ser maravilloso, de lo único que se trata es de enamorar. Por eso el odio es tabú. Pero no es tabú para la derecha, sea liberal o fascista. Los oprimidos, los reprimidos, los pobres, los vengadores de tantas patagonias trágicas tienen prohibido odiar. Y están condenados a amar incluso, y muy especialmente, a los enemigos.
La culpa del victimario se diluye en la culpa de la víctima, dice un aforismo implicado. Y agrego: también se diluyen en el amor de la víctima por su victimario. Amar es votar un poco. Pero es el amor idealizado, sin fisuras, sin desgarro. El amor idealizado es el enamoramiento, cuna de todos los sometimientos. Amor idealizado que es la fascinación. Lo que nos convierte en fascistas de los afectos. “Es un sentimiento no puedo parar” canta la hinchada enardecida. Y otras hinchadas enardecidas tampoco pueden parar por sentimientos opuestos. Dos que no paran chocan. Algunos llaman a esto violencia en el fútbol.
El fascismo de los afectos quizá sea la matriz de todo tipo de fascismos. Entonces una vez más Rosa Luxemburgo tendrá razón: “socialismo o barbarie”. Y agrego: la barbarie de la fascinación.
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