Por Claudia Rafael
(APe).- Oscarcito, dicen los vecinos del barrio Nueva Esperanza de Merlo, tenía 8 años. Un balazo le traspasó el cuerpo y lo asesinó. Luciano, con sus 6 años recién cumplidos, vivía en el asentamiento La Rana, en Villa Ballester. Un patrullero pasó por su calle y destrozó su cuerpo como quien atraviesa un bolsón baldío de nadas. Una docena de pibes del barrio Unión, de Bariloche, fueron bajados de prepo de un colectivo y un grupo de policías les pegó, los roció con gas pimienta y se los llevó ilegalmente a la comisaría 42, del barrio 2 de Abril.
Son pibes de distintas geografías pero, cada uno con métodos diferentes, asediados por las balas de los conniventes, los golpes institucionales o el andar violento de la pata represiva del estado por las calles.
Los vecinos de Oscarcito hablan de enfrentamientos entre bandas narcos. Bandas que se entrelazan en un combate sin miramientos que sólo deja regueros de dolor y sangre niña. Un combate que sólo es factible si los uniformes asienten, si los múltiples brazos armados del Estado pactan para que los negociados de la droga semillen y florezcan. El cuerpo de Oscar se cruzó como se cruza la infancia en el medio de las lluvias de desolación, sin saber ni intuir siquiera que en la tierra hay pactos que masacran la inocencia.
Luciano –cuentan sus papás a quien le pregunte- imaginaba la mochila que estrenaría el día en que se calzara un guardapolvos blanco para empezar la escuela primaria.
Los adolescentes de Bariloche volvían a sus casas después de los festejos de carnaval. El Colectivo Al Margen relata que “tomaron el colectivo 81 en la calle Onelli, donde 5 policías se subieron a constatar que los pasajeros tuvieran su boleto. Esta situación generó una discusión con uno de los adolescentes. Luego los policías descendieron del micro y cuando el colectivo llegó a la rotonda de entrada del barrio 2 de Abril, el ómnibus fue detenido por policías encapuchados que hicieron descender a los adolescentes. Les pegaron, los maltrataron y hasta rociaron con gas pimienta a dos de ellos. Luego fueron trasladados a la comisaría del barrio donde estuvieron detenidos por unas horas”. En la misma Bariloche y con los mismos pibes contra los que arreció la policía con plomos y golpes casi seis años atrás cuando dictaminó la muerte de Diego Bonefoi, de apenas 15 años; Nico Carrasco, de 16 y Sergio Cárdenas, de 29.
Oscar vivía en uno de tantos asentamientos del Conurbano, en donde construyen sus historias más de dos millones de personas que luchan por un techo. “En los meses que llevamos luchando por un pedazo de tierra, bajo la lluvia, bajo el sol abrasador, sin servicios básicos, nos encontramos también con personas que nada tenían que ver con las familias que peleamos por un techo para nuestros hijos; encontramos zonas liberadas al narcotráfico y violencia hacia los hombres, mujeres y niños que nos encontramos en la toma”, se lee en el comunicado del barrio Nueva Esperanza. “La policía cómplice de estas bandas narcos, libera zonas, para que se genere esta violencia. Acá no hay una disputa de terrenos, hay una pelea entre bandas, que afecta a todos los vecinos”, aseguran, porque “esto no podría suceder sin la connivencia de la fuerzas de seguridad con las bandas”.
Como diría Foucault, “en todo lugar hay poder, el poder se ejerce, nadie es su dueño o poseedor, sin embargo sabemos que se ejerce en una determinada dirección, no sabemos quién lo tiene, sabemos quién no lo tiene”.
Es la violencia institucional la que despoja de respiro a los niños y jóvenes de los márgenes. Es la violencia institucional que busca métodos diversos o bien, delega en otras manos el fin de la infancia excedente en un negocio pactado para enriquecer a la corona. A veces en los estamentos más bajos. Otras, en los nichos más elevados de la pirámide.
Hay una violencia soberana que sobrevuela los cuerpos de los habitantes de los territorios del olvido. Una violencia -al decir de Agamben- fundada en el derecho de excepción como regla sistémica para los pibes de los arrabales. Hay vidas de las que se puede disponer. Vidas ajenas al pacto de los incluidos. Vidas por las que no estalla el mundo cuando el poder (institucional o parainstitucional) las arremete.
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