Por Carlos Aznárez
Hay un momento en que no bastan las palabras, ni las expresiones de deseos ni siquiera los ruegos. La estadística fría dice que el colega prisionero político palestino Muhammad Al-Qiq se nos está muriendo día a día. Que su estado de salud, aunque detuviera hoy mismo la huelga de hambre, va a quedar seriamente afectado. Ya van 83 largas jornadas de resistencia donde él pone el cuerpo, y nosotros la esperanza de que las miles de expresiones solidarias llegadas desde todas partes del mundo, puedan mellar esa coraza blindada y letal del gobierno israelí. Convencer a quienes sólo parecen entender de armas, tanques, aviones y misiles, que así no se va a ningún lado, que matando como lo hacen sus soldados a adolescentes, jóvenes, niños, niñas, ancianos, estudiantes, campesinos, periodistas, lo único que se genera es más y más odio. Que ninguna sociedad que se precie puede sobrevivir a ese horror sin que sus hombres y mujeres (los que están del lado de quienes viven construyendo muros, verjas y ciudades rigurosamente vigiladas), también están contrayendo minuto a minuto una enfermedad que los afectará de por vida.
No se trata sólo de evitar la muerte de Muhammad Al-Qiq, sino de que el mundo entienda (dentro de sus indiferencias e individualismos) que el silencio es la peor de las complicidades. Que lo que está ocurriendo en Palestina o en Siria no es “cuestión de otros” sino de todos nosotros y nosotras. Que cuando las noticias difundidas por muy pocos medios (porque el resto prefiere informar de trivialidades o mentiras) nos advierten que sólo este fin de semana pasado, mientras Al-Qiq pedía a gritos y fuera de sí, con el último pedacito de fuerza que le queda, que quería “oír la voz de su hijo”, otros cinco jóvenes y adolescentes eran asesinados a mansalva en las calles de Cisjordania (desde octubre van 180), nos están graficando hasta dónde puede extenderse esta deshumanización.
Cuando nos enteramos que este domingo, una niña, Yasmin Rashad al-Zarou, de 14 años yacía gravemente herida en medio de un charco de sangre, después que cuatro “valientes” soldados le dispararon a mansalva cerca de la Mezquita de Abraham, en la ciudad - cárcel de Hebrón, el dolor debería atravesar el alma el alma de los indiferentes como una daga afilada. Como Al-Qiq, ella también se hacía oír con un hilo de voz: “no me maten, mamá, diles que no me maten”.
No, no bastan las palabras ni los textos garabateados con rabia e impotencia. Lo único que nos puede consolar dentro de tanta atrocidad, es que mañana desde Palestina, nos llegue la noticia de que alguien con sentido común dentro del establishment judicial israelí, disponga la libertad definitiva de Muhammad Al-Qiq, preso por informar, por defender la libertad de expresión, por ser palestino.
Sigamos exigiéndolo con toda la fuerza que podamos desarrollar en cada uno de nuestros países. Entendamos, que en este periodista se resume hoy la propia dignidad de un pueblo encarcelado y luchando por sobrevivir sin ceder ni un tantito así al opresor.
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