Por Gabriela Krause
Desde afuera se escuchan los bombos. Son las manos y las voces, el apoyo incondicional de la gente de CORREPI, Hagamos Lo Imposible, HIJOS, CeProDh y el PTS, pidiendo justicia por dos pibes que ya no están. No están, porque así lo quiso un policía que decidió que sus vidas no valían nada. Justo vinieron a nacer en Quilmes, reino del gatillo fácil. Justo vinieron a nacer en Villa Luján, partido de Quilmes y pobres.
Los momentos previos al comienzo del juicio
Desde temprano, en la sala del juzgado se escuchan murmullos. Nadie se impacienta. Nadie se mueve incómodo en su asiento. Todos hablan con total naturalidad. Pareciera que saben que la Justicia es lenta y que estás formalidades se hacen esperar. Lo saben porque los presentes son personas que han sabido y saben luchar contra la impunidad de la Justicia, que es muy ciega y poco justa por estos pagos, por supuesto, cuando quiere. Lo saben porque ya se han impacientado, se han removido en sus asientos y, con el tiempo y a los tumbos, han aprendido a esperar.
Mientras tanto, afuera continúan resonando los bombos. La avenida Hipólito Irigoyen está cortada y predominan las banderas y las emociones a flor de piel. Suena y resuena como un eco el pedido de justicia que enarbolan los compañeros, la afirmación de que David y Javier están presentes. Presentes ahora y siempre.
Adentro, comienza el movimiento. La diferencia es notoria entre un banquillo y el otro. Por un lado, los familiares de las víctimas: gente humilde que supo y sabe sufrir una terrible pérdida y hoy solo quiere y necesita justicia. Están acompañados por su abogada y por el fiscal. Del otro lado, el acusado con su abogado, las caras inexpresivas o nerviosas, pero carentes de emoción humana. No hay rastro de culpa, empatía ni posible conciliación, solo un abogado que, cumpliendo formalidades, defiende a un acusado que si no duerme por las noches es porque hace tres años que está privado de libertad. No está claro cuál de los letrados es el que se ve atormentado por fantasmas en las noches. Creería que Carmen, mujer enteramente humana, será capaz de sentirlo más.
María del Carmen Verdú es abogada de CORREPI, una mujer con una amplia trayectoria en la lucha antirrepresiva, a la que no le tiembla el pulso a la hora de apuntar contra un aparato que permite y acobija esta clase de delitos. Con esa mano valiente que la caracteriza, esta vez apunta su dedo contra Alfredo Alberto Veysandaz, el (ahora ex) policía que, en Marzo de 2013, blandiendo su arma impunemente, tiró a matar y alcanzó a Javier Alarcón y David Vivas, fallecidos, y Marcelo Luque, herido de gravedad.
Los hechos (conocimiento público)
cana-768x512Javier Alarcón, David Vivas y Marcelo Luque eran tres chicos que caminaban con un grupo de amigos cerca de la ribera, en el partido bonaerense de Quilmes, luego de haber salido de un boliche local, en el momento en que se cruzaron con un auto y se generó un altercado. El conductor bajó del auto, tiró a matar hacia los tres jóvenes, hiriendo a Marcelo Luque de gravedad y asesinando en el acto a Javier Alarcón y David Vivas. Consumado el hecho, se dio a la fuga.
Las familias se movilizaron a la brevedad para pronto descubrir que el asesino en cuestión era un subcomisario de la policía bonaerense. Los diarios dejaron de pronunciarse al respecto. Los testigos, pibes del barrio, fueron instigados a cambiar sus declaraciones. No había rastros de evidencia en las cámaras y ningún efectivo cerca que pudiera testificar. Alfredo Alberto Veysandaz apareció a los tres días. Fue detenido gracias a las movilizaciones de la familia, que con cortes de ruta logró incomodar a la institución e intimarla a tomar medidas. Un caso insólito por la rapidez y porque sucedió en Quilmes, uno de los municipios con la tasa más elevada de gatillo fácil.
Hoy, a casi tres años del hecho y la detención del acusado, comenzó la primera instancia del juicio oral que llevan adelante las familias de los fallecidos y Marcelo Luque, familiar, amigo, víctima y sobreviviente.
El juicio
La fiscalía habla de dos intentos de homicidio y un intento de lesión grave. La defensa de las víctimas habla de tres intentos de homicidio: dos consumados y uno fallido. La defensa del acusado habla de un intento de robo por parte de los jóvenes, y alega legítima defensa.
Así empieza todo. Claro que no se sienta en el banquillo a un policía gratuitamente. Claro que su palabra pesa y que va a intentar arremeter. A la justicia no le gusta encerrar policías, porque la cárcel es para pobres. La consigna es clara: el acusado busca victimizarse y demonizar a las víctimas, dos de las cuales ya no se pueden defender, otra que fue destrozada en su tiempo y hoy vuelve a ser víctima de un sistema que lo oprime, un sistema que lo apunta con el dedo y lo acusa por ser pobre, duda, da lugar a ese manotazo de ahogado que presenta Alfredo Alberto Veysandaz.
De a ratos no queda claro. A Marcelo Claudio Luque se lo interroga, cada tanto, como si fuera él el acusado de cometer un crimen. Algunas preguntas resultan hostiles. Otras, impacientes, exasperadas. Marcelo llora. Llora porque vuelve a ser víctima del mismo hombre que mató a su hermano. Llora por eso: porque mataron a su hermano. Intentaron matarlo, a él también, y hoy le aprietan la herida con una saña que resulta bestial. Marcelo aguanta porque quiere justicia. Aguanta y llora. No es para menos.
Luego de un cuarto intermedio, es el turno de las madres. Beti y Gladys responden cómo eran sus vidas antes y cómo son ahora, sin sus hijos. Siento en el pecho una sensación de vacío al escuchar las respuestas. Quisiera abrazarlas y decirles que todo va a estar bien. Quisiera gritarle al señor que se sienta con cara de póker enfrente de ellas. Pero quién soy yo, me pregunto. Quiénes somos todos nosotros para emitir comentario alguno.
Parece comenzar un desfile de testigos, amigos de las víctimas que se encontraban con ellos esa noche fatídica que todo cambió. Ya no están los amigos. Ellos no son los mismos porque vieron la muerte rozarles la cara. Tarea difícil recordar. Tarea difícil explicarse cuando duele, cuando cuesta. El horizonte al que aspiran es claro: quieren que la justicia, esta vez, abra los ojos, que no sea ciega, que no permita olvidar.
“Éramos como pájaros y él tiraba a matar”
Entre los seis testimonios que llegaron a presentarse el día de hoy, se destaca inevitablemente uno que nos dejó a todos perplejos. Ella tiene 16 años. Tenía 13 cuando todo pasó. Era muy chica, lo es todavía, y estaba saliendo del baile, también, por alguna de esas casualidades que uno, más tarde, no puede explicar. No los conocía, a los chicos. Los conoció por ese tiempo, mientras pasaba una temporada de vacaciones en la casa de su tía, vecina del barrio de Villa Luján. Esa noche la invitaron al baile y salieron. Terminada la noche, empezaron a caminar todos juntos al barrio. Con trece años vio morir a los chicos con los que, rato atrás, bailaba. Con trece años tuvo miedo a que la muerte la alcance también.
Hoy, con dieciséis, se sienta y mira a la jueza a los ojos. Afirma estar nerviosa cuando el fiscal le pide que proceda a relatar lo que vivió. Afirma estar nerviosa, pero lo mismo empieza a contar. Mira para todos lados; le tiemblan las piernas; pide agua y la toma frenéticamente y no es sed, son nervios que no puede controlar, nunca vivió algo así, nunca se sentó a declarar.
Aún nerviosa y sin saber muy bien cómo expresarse, cuenta cómo vivió todo: por dónde caminaban, cómo vivió el altercado, dónde se encontraba ella en el momento de los tiros y en los minutos posteriores. Los tiros. Ahí frena y la voz se vuelve temblorosa. Cuenta cómo lo vivió y parece estar todavía asustada. Da la sensación de que el miedo se le quedó, desde hace años, pegada a la piel. “Tiraba a matar”, dice, “tiraba a matar al que sea, como si fuéramos pájaros”. Insiste en la idea, que se le antoja la más fiel a los hechos, la más descriptiva, “éramos como pájaros y él tiraba a matar. Fueron ellos, podría haber sido cualquiera de nosotros. No le importaba.”
Con la misma fortaleza, cuando habla de su declaración original, la de esos tiempos en la comisaría, y la compara con la actual, aclara “no sé bien lo que dije porque estaba nerviosa. Ahora también estoy nerviosa”. Nos enseña: “cuando uno está nervioso, a veces se le confunden las cosas”. Y denuncia “la policía nos acosó para que cambiemos las declaraciones. Nos dijeron que teníamos que decir que los chicos estaban armados, pero eso no es verdad. Yo en ningún momento vi un arma”. Tenía trece años. Ahora dieciséis. Nos dio, en pocos minutos, una lección de vida a todos los presentes.
Luego de los testimonios, se pasó a un cuarto intermedio que, esta vez, se extendería hasta el jueves 18 de febrero a las 9 de la mañana, fecha pactada para continuar con otra jornada de juicio y, ante todo, de acompañamiento a las familias que necesitan el apoyo de los compañeros que puedan y quieran acercarse a ayudar, a estar presentes, a hacer ruido para que se escuche bien fuerte, a esperarlas a la salida cuando necesiten una palabra o un abrazo.
A Gladys y Beti:
Es muy difícil comprender a la muerte cuando llega. Comprenderla, abrazarla, darle un lugar y aprender que la vida es un ciclo que termina en ella. Son días, semanas, meses o años, tal vez toda una vida llorando y pataleando, apretando los puños, diciendo qué injusto, puteando.
Cuando es la muerte de un joven, se vuelve más difícil. Javier tenía 15 años. David, 21. A los dos se los arrancó la vida injustamente. Les quedaba todavía equivocarse, aprender, tropezarse, reír, llorar, enamorarse, desenamorarse, trabajar, cansarse, estar tristes, contentos, tener hijos, formar una familia, enseñar, seguir aprendiendo, vivir. Les quedaba vivir. No tenía derecho el señor que apretó el gatillo a arrebatarles todo eso. No tenía derecho a cortar sus vidas como se corta un piolín, una soga. No tenía derecho a dejar a dos madres sin sus hijos, a dejar devastados a amigos, hermanos, conocidos, amores. No tenía derecho a decidir que sus vidas valían menos que él.
Alfredo Alberto Veysandaz, jugando a ser Dios, enseñó a una familia a ser fuerte. Una familia que hoy llora, pero llorando lucha y con esa bandera, sienta en el banquillo a este policía que lleva tres años preso. No hay palabras de contención. Nada le alcanza a una madre que al llegar a su casa todos los días, busca por todos los rincones y no encuentra a su hijo. La cárcel de un asesino no es garantía de felicidad. No va a traer a Javier y a David a la vida de nuevo. Pero les dará un respiro a dos madres que necesitan justicia. La buscan, la llaman, la miman un poco para que se quede con ellas. Justicia por dos pibes que no tuvieron la culpa de nada. Justicia por ellos para que sirva de ejemplo a los otros, para que todo el que sepa lo que pasó aquella noche y lo que está pasando ahora, entienda que tener una placa y una gorra no le da a un hombre poder sobre la vida de otro, y sobre todo, que entienda que ser pobre no es un delito.
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