Por Silvana Melo
(APe).- Tienen la fragilidad del cristal en el derrumbe. Y se caen como los pájaros en la siesta de enero. O en las madrugadas de julio. O bajo la piedra y la bala.
Son la infantería del sistema. Los fabricantes de la inseguridad de los privilegiados que les temen. Y las víctimas de la inseguridad de los privilegiados que les temen.
Son inseguros y están inseguros. Son inseguros cristales en el derrumbe. Están inseguros ante el hambre, las balas, las piedras, el veneno. Y el dolor, propiedad de los adultos, decretada herencia inmediata hacia quienes no debería dolerles jamás nada, salvo la rodilla pelada en un porrazo en juego.
Como a los pibes palestinos en el muro de Jerusalén, a él también se le coló la pelota en la casa del vecino. Pero él vivía en Moreno. Y su vecino era un vecino, no un ejército que ocupa un territorio. El tenía doce años y le pegó tan fuerte que la pelota voló por sobre la medianera y cayó en el otro patio. Se paró sobre maderas y tambores y miró para el otro lado. El vecino no estaba. Se trepó, saltó y fue a buscarla.
Los chicos palestinos fueron, en sí mismos, un hecho político a partir de la pelota perdida. Escribieron a las Naciones Unidas para recuperarla. A la pelota y a la dignidad. Le reclamaron a la ONU por el muro que divide en dos la canchita del mundo donde aman jugar. El pibe de Moreno no pudo reclamarle a nadie. Ni a la ONU ni a la Presidencia ni a la Provincia ni al Municipio ni a la Sociedad de Fomento. Ni al cuerpo populoso del Estado ni a su uña más remota. Porque el pibe de Moreno tocó un picaporte de una puertita marginal en la casa del vecino. Y murió electrocutado. La pelota lo observó desde el rincón donde los tres dedos del pibe de Moreno y el destino la llevaron a caer. Y no le quedó alma para saltar.
El vecino del pibe de Moreno se sentía inseguro. Tenía miedo. Miedo de que lo desconocido se detuviera en la puerta de su casa. Miedo de que lo desconocido entrara por la puerta de su casa. Y se llevara sus cosas. Miedo de toparse con lo desconocido en la puerta de su casa. Entonces no puso rejas, alarmas, cámaras ni perros. Sólo conectó a la instalación eléctrica cada puerta y cada ventana. Con sólo tocar una de ellas, la descarga sería fatal.
Y tenía razón el vecino. Porque la otredad generalmente se para a la puerta de casa.
En este caso, lo desconocido tenía doce años, vivía medianera de por medio y se sintió Radamel, Cristiano y Leonel juntos. Por eso le pegó tan fuerte, tan fuerte, que la pelota sobrevoló el paredón y fue a caer, como muerta, en el patio del vecino. Separada del pie por un paredón y un collar letal de electricidad que esperaba que lo desconocido se detuviera a husmear para hacer su trabajo.
La muerte del pibe de Moreno fue un hecho político. No pudo estar vivo para reclamar a la ONU, al país, al ministro de Seguridad, a la seccional del barrio, al puntero de la esquina. Tuvo que morirse para salir en los diarios en dos columnitas escuetas. Tuvo que morirse para que el vecino supiera que no siempre la otredad que se detiene ante la puerta llega para llevarse las propiedades de las que se es propietario. El pibe de Moreno quería recuperar su pelota, que era suya, si lo que está en discusión es la propiedad. Como los pibes palestinos quieren recuperar la suya, que se quedó anclada en una tierra que también es suya pero ocupada por un ejército que es ajeno.
El pibe de Moreno fue ajusticiado por el miedo de su vecino. Por la inseguridad de su vecino. Que era mucho menos insegura que la inseguridad del pibe. Que murió. Y se convirtió en un sujeto político que se planta en las barbas del Estado y le exhibe, con su cuerpo estragado por la descarga, en qué se convierte una sociedad atravesada por brutales desniveles sociales y por el pavor al otro, el desconocido. Una sociedad violenta y cerrada. Que se encierra de los otros. Que los encierra en los guetos de los arrabales.
Y que suelta a la muerte, como perro de presa, a la llegada de apenas una pelota.
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