Por Claudia Rafael
(APe).- ¿Cómo es el después? ¿Qué es lo que subyace en una barriada de márgenes y olvidos una vez que los focos de la ley se corren? ¿Cuál es la normalidad a la que se retorna abruptamente, tras el cachetazo feroz de la impunidad? No suelen existir beneficios ni dudas para los sobrevivientes de la nada. Esos miles y miles que día tras día, en las tardecitas del desamparo, se hunden en el descarte devenido montaña en José León Suárez.
Cuando los jueces Gustavo Garibaldi, Mónica Carreira y María del Carmen Castro, del Tribunal en lo Criminal 2 de San Martín, hicieron oír su determinación unánime, primó el “beneficio de la duda”. Y Gustavo Rey, policía bonaerense, quedó absuelto por la ejecución de Franco Almirón y de Mauricio Ramos. Gustavo Vega, en cambio, fue condenado (aunque no se sabe todavía cuál es su pena) por haber intentado asesinar sin suerte a Joaquín Romero. Tal vez, porque como definió la Toti, su mamá, en entrevista con APe durante aquel febrero tórrido de 2011, “es la tercera oportunidad que diosito te da. Ponete las pilas”.
Cuando las voces de los magistrados se callaron, alrededor de tantas mesas vacías de la villa sigue sin haber unas cuantas migajas olvidadas de pan. Como aquella en la que Ernesto de la Cárcova dejó expuestas en su pintura de aquellas hambrunas tan distantes de finales del siglo XIX. Una herramienta gastada a un costado y el puño del hombre cerrado con esa rabia que duele mientras la mujer amamanta con su pecho flaco a su niño.
En aquel incipiente febrero de 2011 un tren carguero descarriló cuando atravesaba el barrio con nombre del pintor al que los vecinos -de prepo, nomás- volvieron tan grave como sus días. Allí el artista que supo crear la escuela de bellas artes perdió el ímpetu esdrújulo de su apellido para ser míseramente La Carcova.
Aquel día un tren carguero descarriló. Como tantos, cansado, en vías olvidadas, derrumbó su mercadería y las gentes fatigadas de la villa rodearon los vagones buscando un pedacito raquítico de lo que fuese para salvar el día, nomás. Unos minutos bastaron apenas para que los policías irrumpieran con su propia bronca. La que habían masticado en el Camino del Buen Ayre, donde acababa de morir uno de sus compañeros. La que mascullan despacio desde ese uniforme que representa Estado y que los empuja a salir a la “cacería” feroz, como definió Joaquín, el eterno sobreviviente, durante el juicio. Sus amigos, el Pela y el Gordo, en cambio, murieron. Tenían apenas 16 y 17 años.
Rondaban tan sólo los 9 ó 10 cuando en la barriada se escuchó hablar de otro pibe. Que como ellos, mojaría sus pies sin futuro en la misma basura. Esa que se hace montaña y queesconde el descarte de los otros, los que están sistémicamente del otro lado. Esa que se parece al infierno devorador en torno del que se agolpan miles y miles en una carrera desaforada por lo que sea.
Ese otro pibe se llamaba Diego Duarte. Hace diez años ya que se zambulló con su hermano Federico a bucear por un par de zapatillas para poder empezar la escuela. Esa quimera prometedora de un ascenso social que nunca llega. Que se quedó entrampada en los viejos tiempos del mito de m´hijo el dotor. Diez años transcurrieron. Y por más que hay seis policías sospechados de su muerte, enterrada muerte, que lo dejó sin aire y sin sueños cuando los camiones descargaban toneladas de desechos sobre su cuerpo de tan solo 15 años, nunca fue encontrado. No hubo cartón que lo protegiera de la entera basura del sistema.
¿Qué es lo que subyace en una barriada de márgenes y olvidos una vez que los focos de la ley se corren? Desde el principio he hecho ver que la igualdad es un estado de guerra y que la desigualdad ha sido introducida por consentimiento universal, escribió Thomas Hobbes en De Cive hacia 1642. 372 años más tarde ese consentimiento universal se sigue firmando a diario.
Diego, Mauricio, Franco murieron de esa muerte tan violentamente natural de los pobres. Los que reciben toneladas de descarte sobre su cuerpo; los que enferman de arsénico, cadmio, plomo, zinc o niquel; los que no resisten a los plomos de una escopeta 12/70 de los brazos más directos del Estado. Sus asesinos casi nunca tienen nombre. Y hoy son otros los Diegos, los Mauricios, los Francos que se hunden con sus cuerpos jóvenes en las montañas de abandono. Los que se van a morir tajantemente antes de tiempo. Los que cargan en su espalda las arpilleras olvidadas de una historia que no aprendió a deletrear los umbrales del futuro.
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