Por Alfredo Grande
El hecho maldito del país kirchnerista no es el odio de la derecha, sino el rencor de la izquierda.
Aforismo implicado
(APe).- El 24 de Marzo se conmemoró el 38 aniversario del inicio público de un plan sistemático de exterminio. Exterminio amplificado de personas, ideas, organizaciones, sueños posibles, historias, promesas, políticas, familias. Digo inicio público porque el inicio privado fue el debut de la Alianza Anticomunista Argentina. Más conocida por su sigla Triple A, que como toda sigla encubre el fundamento represor que la constituye. Anticomunista no por estar dirigida sólo contra el Partido Comunista, sino contra el comunismo como significante de una política de emancipación del capitalismo.
La Santa Alianza fue un monstruo engendrado en el gabinete del Brujo Lopez Rega, con mucho más que un guiño del Poder Político Absoluto de esos tiempos. El monstruo exterminador fue parido para exterminar a la Patria Socialista, aspiración política y militante de varias generaciones. Romper la continuidad entre la Santa Triple A y la dictadura cívico militar es torpeza, complicidad o ambas cosas.
En los tiempos que corren y que nos corren tanto que parece que quisieran echarnos, la década ganada nos deja una democracia cívico militar. Si para muestra basta un botón, van dos. Ley anti terrorista y Milani. El plan sistemático de exterminio, es decir, el exterminio como sistema, incluye muchas constantes que han sido objeto de importantes análisis políticos, psicológicos y sociales. Hago palanca en la constancia del terror como constante de sometimiento. El terror es la vivencia subjetiva de un daño próximo, arrasador e inevitable. Su primo cercano es el pánico, popularizado por el laboratorio que comercializa rivotril.
El terror es el arma más letal del arsenal de los exterminadores. Otra arma de uso continuo es la culpa, popularizado por el “por algo será” y que se incrusta en la subjetividad de los militantes como “culpa del sobreviviente”. La derecha, todas las derechas, desde el fascismo asesino hasta el republicanismo de cuello blanco y manos negras, sabe odiar. Lo ha practicado durante siglos. Aprendió que el odio da una energía incontenible. Y abusa de ese poder subjetivo aunque dispone también de todo el poder objetivo.
El “soldadito boliviano” no hubiera podido asesinar a nuestro Che, si no hubiera estado intoxicado por el odio destilado en los alambiques del fascismo. Lamentablemente, la izquierda sostiene el “odio al odio” y postula, poquito mas, poco menos, el mandato del amor. Una versión actualizada de la propuesta del Che sería: “en vez de endurecernos nos hemos ablandado, y hemos perdido la ternura con el compañero”.
El amor no es lo más fuerte, aunque pueda ser lo más bello. El odio es más fuerte que el amor. Dos razones importantes: tiene un origen anterior, o sea, es primario. Y responde a la amenaza de nuestra autoconservación.
Odiamos lo que ataca nuestra vida justamente para poder defenderla. Amamos nuestra vida pero si no odiamos a quien la ataca, no podremos defenderla. En la violencia de género, cuya expresión más brutal es el femicidio, vemos como el amor por el enemigo impide la defensa. Especialmente en las mujeres, como uno de los tantos efectos del patriarcado, se observa una anestesia total de la auto defensa, tanto individual como grupal.
Y no es con “leyes” que eso se soluciona sino con una batalla cultural permanente para que el empoderamiento sea también, recuperar la capacidad de odiar a todos los exterminadores, especialmente a los que tienen cara de ángel.
Penosamente, nuestra democracia del día después, un día que ya dura 38 años, no ha desarrollado esa capacidad. O sea: el odio es patrimonio de las clases explotadoras. Hace años en Mar del Plata, que fuera la ciudad feliz, coordiné un seminario: “Odiar al Capitalismo”. El postulado esencial fue que “no podemos amar al socialismo, sin antes odiar al capitalismo”.
Una línea de fuga del odio y el amor es el rencor. Si la derecha odia al kirchnerismo, es por un fundado interés de clase. El odio de la derecha tiene la racionalidad de los explotadores. Eso no solamente no es un problema, sino que debería ser un orgullo. El problema es el rencor de la izquierda. Porque el rencor es siempre, la frustración del amor no correspondido. Las promesas incumplidas. Las flores de un solo día o de un solo mandato. El rencor sigue uniendo, obviamente de la peor manera. Une en el sufrimiento, en el reproche, en el dolor. Pero une. Y ese es el problema mayor.
La democracia del día después no necesita una izquierda rencorosa que siempre tenga algo para recordar y mucho más para reprochar. Necesita una izquierda que aprenda a odiar a los enemigos de clase. Y recordar para siempre los versos de Jose Martí: “El amor, madre, a la patria, no es el amor ridículo a la tierra, ni a la yerba que pisan nuestras plantas; Es el odio invencible a quien la oprime, es el rencor eterno a quien la ataca”.
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