Por Silvana Melo
(APe).- David salió ese día, en una tibia mañana del barrio Ludueña. No podía imaginarse que la vida le estaba deshilando el final. David salió -dice Joaquín, que lo conocía del barrio a él y a tantos davides todavía vivos y anónimos-, “a chorear porque quería cosas: droga, zapatillas piolas, qué se yo, cosas”. Necesitaba cosas propias porque el sistema taladra las cabezas y asegura que sólo se logra identidad a través del consumo. Que sólo se es a través de la propiedad. De zapatillas, de celular o de lo que fuere.
Por eso “salió a dar miedo”, define Joaquín. “Salió y robó porque seguro sus amigos del barrio también lo hacen, porque la escuela que dejó no pudo ayudarlo a entender otra manera de vivir, porque ninguna organización barrial llegó a dar con él, porque de pibe vendía pañuelitos y se rompió los huevos de que lo echen de los bares, no sé, algún motivo permite en este universo que una persona desde que es un guachín pueda pensar que robar está bien”.
La chica tiene apenas tres años más que él. David, al paso rasante con la moto, le arrebató la cartera. Ella gritó a garganta partida. El bebé que llevaba en brazos lloró. Y el primer auto que pasaba se cruzó ante la moto. David cayó al pavimento.
Primero fueron dos, después cinco, a los pocos minutos veinte y se turnaban para pegarle, para patearle la cabeza, para tirarle trompadas en el estómago. Fueron cincuenta, ochenta, quién sabe. Gente de bien, buenos vecinos, solidarios entre sí. Gente preocupada por la inseguridad, llena de rejas, perros, alarmas, cámaras y muros con botellas rotas o alambres de seguridad o cercas eléctricas (“excelente sistema de seguridad perimetral que integra la detección y castigo con la estética”, sic de la publicidad empresarial). Gente muerta de miedo. Que en patotas o en hordas -se quitan la racionalidad y la moral cristiana y la dejan dobladita en sus cajas de seguridad- le corajean a cualquier delincuente de alta peligrosidad como David, en el suelo, sin armas, tomándose la cabeza con las manos para que no le rompieran el cráneo hasta que no pudo más y se le abrieron las manos y los dedos y la cabeza en varias partes y todos seguían quitándose el odio y el estrés como si David fuera un puching ball, un pedazo de cuero que va y viene para aquí y para allá, donde descargar el peso de esta vida dura, donde sentir que se alivia cuando se quiebra un hueso o la marioneta del piso se vuelve una bolsa de papas que se desacomoda porque ya no es alguien sino un muñeco de trapo con la cabeza partida.
Gente muerta de miedo. Que participa de la falsa discusión del nuevo Código Penal. Como si una ley o dos o mil, por sí mismas, fueran a evitar que les arrebataran los bienes o que los muertos que mató el sistema se les vinieran encima más vivos que nunca, desde los fondos del arrabal, a exigir aquello que les pertenece. Y que les vienen robando desde los pasillos de la historia los funcionarios, los banqueros, los empresarios, los punteros, la policía, la gendarmería, los ministros de economía, los evasores de impuestos, los supermercados que remarcan, los sicarios del agronegocio, los pastores de la soja, los dioses del oro, la caliza, el cianuro y el agua envenenada. Aunque ninguno de ellos, los excedentes de la tierra, tiene perros para echarles encima ni muros electrificados para que flameen como banderas piratas antes de morir ni culos de botella clavados en las paredes para que se corten las manos. Ni juntan cien para tirarlos al piso y molerlos a palos y pulverizarles los riñones y dejarles la cabeza partida en dos.
Como a David. Que tardó tres días en morirse en el Hospital donde lo llevaron cuando alguien pudo rescatar la hilacha enrojecida en que lo habían convertido. Como si mil años no hubieran pasado en el mundo. Como si la justicia se redujera a la determinación primitiva de la venganza. El reo sin defensa exhibido en la picota, en el mejor de los casos. O su cabeza partida, como la de David, en el peor. Ante la multitud que aplaudía la venganza social hecha espectáculo público. En la plaza central o en la calle donde los transeúntes ciudadanos buenos vecinos asesinan a un chico de 18 años y lo exhiben estragado en el pavimento. Como si los rudimentos del Estado se hubieran diluido en las alcantarillas de la tele, que festeja un desecho menos, que arenga y multiplica; de las cárceles que destruyen, humillan, reproducen la violencia, se vuelven cómplices, dejan fugar y el delito es un negocio compartido. Y el Estado entonces deja que el monopolio de la fuerza pública que el pacto social depositó en sus instituciones desagüe un poquito para que la buena vecindad se alivie de tanta carga y deje salir el monstruo desaforado de la mano propia.
Y a David lo mataron. Era un ladrón. Un pibe que choreaba. Que salió “a dar miedo”, como dijo Joaquín, del barrio Ludueña. Al que seguramente no le dejaron alternativa. Lo cesantearon de la buena vida. Y lo depositaron del otro lado de la pared. Que tiene botellas rotas y alambre de seguridad y cerca eléctrica.
A él lo mataron 50 u 80 o 100 asesinos. Que fueron todos pero no fue nadie. Todos pusieron una trompada o el pie en la cabeza o en los riñones. Vaya a saber qué pie lo mató. Qué golpe le hizo asomar el cerebro por la cabeza partida. Qué suela le pisoteó el entendimiento para que la vida se le escurriera entre los dedos de uñas comidas que ya no podían retenerla. Fueron todos y no fue nadie. La vieja leyenda de Fuenteovejuna. La venganza primitiva. El reo arrojado al pueblo para que proceda. Solo, desarmado, tan chico, ni siquiera bien comido, seguramente. Solo. Desesperadamente solo debajo del odio.
El fiscal de Homicidios Florentino Malaponte todavía no encuentra a nadie a quien imputar en el crimen del barrio Azcuénaga. Y la policía evitó que lincharan a otro en el Barrio Echesortu también de Rosario.
No fue justicia por mano propia. Ni ajena. Fue un crimen atroz. Su impunidad -inexorable- será casi casi una legitimación.
La condena a muerte a la que fue sometido no resultó sumarísima porque David sobrevivió tres días. Y su familia decidió donar sus órganos.
La vida es, a veces, una llamita sutil que resiste, terca, a la peor tempestad.
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