Por Claudia Rafael
(APe).- ¿Cuál es el tiempo real durante el que el nombre de una víctima de violencias perdura en la memoria colectiva? ¿Cómo se calcula el espacio que ocupará una u otra víctima -según un amplio abanico de peculiaridades- en los medios periodísticos ávidos de historias que prolonguen el show? ¿Decir Angeles Rawson o Lola Chomnalez es exactamente igual, a ojos de los medios y de la sociedad, que pronunciar Juana Emilia Gómez, Romina Ríos o “Peli” Mercado? ¿Durante cuánto tiempo se congelará la mueca de espanto social que provocó esta semana la aparición sin vida de Daiana Ayelén García, con sus 19 años, a la vera de la ruta 4, en Lavallol? ¿Alguien sabe, más allá de las fronteras olavarrienses, quién fue Magalí Giangreco? Y ¿qué resguarda la memoria colectiva de la telaraña de perversidad que rodeó la desaparición y homicidio de Candela Sol Rodríguez en Hurlimgham?
El espanto del final, los mecanismos y la crueldad de victimarios casi siempre anónimos e impunes es el único punto que las une. Por el resto, el transcurrir de sus vidas y la reacción social ante sus desapariciones y sus crímenes las aleja y las ubica en antípodas irreconciliables.
En medio de la mansedumbre del pequeño pueblo riojano de Patquía, con sus escasos 1.800 pobladores, decir “Peli” es decir desaparición. Ramona Nicolaza Mercado es su nombre y en aquel abril de 10 años atrás tenía apenas 13. Dicen en el pueblo que es la Marita Verón de La Rioja. Ella, que solía decir que “hay un señor que me dice cosas y me molesta”. Y ese señor era un policía. “El 26, Peli fue al colegio Humberto Pereyra, donde cursaba noveno año, rindió matemática y se sacó un 10. A las 19.30 se preparó la merienda, que era infaltable para ella, porque era de buen comer, se sirvió dos tazas de chocolatada con tostadas con mermelada y manteca y quedó con la mamá de ir a devolverle un pantalón negro a mi otra hermana y unas botas que ella le había prestado para ir a una fiesta de 15. Estaba a cinco cuadras, pero nunca llegó. Entre las 20.30 y las 21.00 a ella se la llevaron. Y nunca más una noticia, ni un llamado, nada”, contó hace años otra de las tías al suplemento “Las 12”, de Página. Se cree que fue devorada por las mismas redes que capturaron a Marita Verón 13 años atrás.
“Peli” no tuvo titulares ni reclamos mucho más allá de las fronteras de su Patquía. Allí donde también vivía Romina Ríos, que tampoco los tuvo y que fue encontrada en febrero en la capital riojana después de varios días de búsqueda. La policía provincial habla de ese eufemismo justificador conocido como “crimen pasional” por el simple detalle de que el único imputado es un hombre de la fuerza de seguridad provincial. La misma que sostuvo el clásico mensaje a la mamá: “Señora, hubiese cuidado mejor a su hija, se debe haber ido con algún noviecito”.
Dicen las cifras publicadas hace escasos días a través del informe “Desaparición en democracia. Informe acerca de la búsqueda de personas entre 1990 y 2013” (Acciones Coordinadas Contra la Trata (ACCT) en conjunto con la Procuraduría de Trata y Explotación de Personas) que hay 6.040 desaparecidos entre 1990 y 2013, de los cuales 3.231 son mujeres y 2.801 hombres. Con unos 8 de los que no se incluye el género.
Bucear en cada uno de los números regionales y provinciales expone contradicciones difíciles de conciliar. En donde no se puede soslayar un problema de registros evidentemente notorio. Pero los 6.040 casos registrados en ese informe para todo el país representan el 0,01 % del total de habitantes. Cuando, en cambio, se recorren las cifras provinciales, salta a los ojos que Tucumán, con sus 1.453 desapariciones denunciadas de las cuales algo más de 900 son mujeres representa el 0,1 % del total de la población. La diferencia es tan abismal que las desapariciones tucumanas son 12 veces más importantes numéricamente que las que se consideraron en el resto de las regiones argentinas. Tal vez por eso, el ícono argentino de las desapariciones siga siendo Marita Verón.
En medio de esos 6.040 están, por ejemplo, Peli Mercado, Fernanda Aguirre, María Cash, Florencia Pennacchi, Sofía Herrera, Marita Verón, Otoño Uriarte, Andrea López, Natalia Acosta. Allí estuvieron, probablemente, tantas otras cuyos cuerpos fueron luego encontrados. ¿Acaso, más allá de sus afectos, alguien recuerda a Araceli Ramos, con sus 19 años, asesinada por un ex prefecto cuando había concurrido a una falsa entrevista laboral igual que Daiana? En una danza mediática que un buen día decidió excluir de la memoria a Melina Romero, escasos meses después, la misma a la que Clarín definió como “una fanática de los boliches que abandonó la secundaria”.
¿Durante cuánto tiempo se prolongará la imagen de Daiana García, posando en face o ya estragada por la perversidad humana, en las pantallas de los televisores identificada por su papá el mismo día en que se cumplían 3.650 noches desde la ausencia de Florencia Pennacchi? ¿Cómo se establece el rating macabro que determinó la transmisión 24 x 24 de Angeles Rawson? ¿Por qué lapso extra se hubiera prolongado la permanencia de Lola Chomnalez en las pantallas televisivas y tapas de diarios si no hubiera surgido con la fuerza de un huracán un hombre llamado Nisman que se transformó en pancarta con un maniqueo “yo soy” que ya entró en territorio de dudas? ¿Por qué Juana Gómez, qom chaqueña; Yamila Chacoma, desde su Comodoro Rivadavia o Sofía Viale, desde Pico nunca fueron pancarta colectiva?
Sólo el instante del estrago las hermanó. Apenas eso. El segundo feroz de la mano opresora que asesina desvió para unir fugazmente esas dos vías irreconciliables que nacen en la inequidad y persisten más allá de la muerte.
Hay -decires imprescindibles de Juan Gelman- una declinación del coeficiente de ternura que omite, con una frecuencia de espanto, la palabra indignación.
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