Por Iroel Sánchez
Holguín es una localidad del Oriente de Cuba que se autodenomina con orgullo “la ciudad de los parques”. Bajo el título de “Pillaje en el “San José“ el semanario Ahora de esa provincia denuncia actos de vandalismo contra una céntrica área de ese tipo recién remodelada a la vez que anuncia que está “en marcha un programa para la recuperación de los parques de la provincia” y en particular en “los que conforman el sistema de plazas desde la Loma de la Cruz hasta la terminal del ferrocarril”.
Entre las causas del vandalismo el artículo señala la ausencia de custodios: “Hay inestabilidad con ese personal por los peligros a que se enfrentan y la inconformidad con los salarios, solo devengan 269 pesos, pero no tenemos otra opción hasta el momento que continuar con ellos. También se realizan gestiones, de conjunto con el Gobierno, para que Sepro como agencia especializada, se encargue de la protección de las plazas del centro de la ciudad”.
Y culpa a unos “responsables”: “Los indigentes se han convertido en un peligro para la integridad de esta plaza. Según sus cuidadores, son ellos los responsables de que el pozo se mantenga destapado, pues allí se bañan durante la noche y la madrugada, lavan sus ropas y realizan sus necesidades fisiológicas”.
Pero -como correspondería al periodismo revolucionario, bajo la dirección de un Partido Comunista- no pregunta qué nos ha fallado para que estén allí esos “indigentes”, en una sociedad para la que los seres humanos son mucho más importantes que las cosas y que logró erradicar esos fenómenos cuando contaba con menos recursos que hoy, tampoco se nos dice si “está en marcha un programa” para ello, sólo se afirma que “un aviso oportuno a los agentes del orden público siempre ayudará a acorralar a los malhechores”.
En el encomiable esfuerzo por mantener ordenadas y lindas nuestras ciudades y exterminar de una vez las dañinas agresiones al espacio común no podemos -como haría el capitalismo- barrer bajo la alfombra a un solo cubano sin que eso quiera decir dejar de imponer la legalidad y la disciplina donde hayan sido quebrantadas. No se puede hablar de gente que no tiene donde bañarse ni hacer sus necesidades y habita en la calle sin dejar de estremecernos y como si fuera un asunto lateral. La actitud bárbara contra el transporte público, el mobiliario urbano y la invasión sonora con ¿música? del peor gusto comparte con la indiferencia hacia seres humanos en desventaja el crecimiento del egoísmo y el “sálvese quien pueda” inaceptables para el socialismo.
El gran historiador marxista Eric Hobsbawm decía que “al parecer, la sociedad de consumo considera el silencio como algo delictivo”. Apliquémoslo a nuestra cotidianidad y a la invasión sonora con que exhiben su poderío tecnológico transportistas y vendedores.
“Lo que llamamos indisciplina social no es más que la actuación en parte de nuestra cotidianidad de la ley de la selva propia del capitalismo subdesarrollado”, escribí hace exactamente un año en un extenso texto sobre este doloroso asunto, incompatible con el país que proclama en su Constitución -citando a José Martí- “el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre” y que tanto ha hecho y hace por ello, incluso allende sus fronteras. Vuelvo a leer aquel post del 20 de junio de 2014 y constato alarmado que el artículo del semanario Ahora puede estar demostrando lo que entonces expresaba con preocupación, que la indigencia de un compatriota a algunos les llegue a parecer normal y la única respuesta que tengan para ella sea la represión:
El desarrollo en el tiempo de una concepción que coloca al ser humano en el centro de las decisiones llevó en Cuba a la creación de un tejido que, integrando organizaciones comunitarias como los Comités de Defensa de la Revolución y la Federación de Mujeres Cubanas, instituciones de salud como el Médico de la Familia y el delegado del Poder Popular, convierten a la sociedad cubana en la mejor preparada para evitar fenómenos que inundan las ciudades latinoamericanas y del Tercer Mundo. Allí abunda el trabajo infantil, la pernoctación callejera, la represión policial a lo que suele llamarse “la cultura de la pobreza” que ya se ha vuelto endémica en nuestros países muchas veces con su carga de violencia y drogadicción.
Es también ese tejido social cubano el que ha permitido al liderazgo revolucionario afirmar reiteradamente, desde que comenzaron los cambios socioeconómicos impulsados al calor de la aplicación de los Lineamientos económicos y sociales, que nadie quedará abandonado. Si en el capitalismo los pobres venden su sangre y sus órganos, y ya hasta las mujeres pobres alquilan sus úteros para que los ricos se ahorren esos menesteres, en Cuba aspiramos a que eso no ocurra jamás.
La presencia en algunas zonas céntricas de la capital, y otras del país, de fenómenos que prácticamente desaparecieron del paisaje cubano con la Revolución, como la mendicidad y el “buceo” en los depósitos de basura, no puede ser vista con indiferencia ciudadana e inercia institucional. Y detrás de las condiciones para que ocurran hay algún vacío en la articulación concreta de ese tejido social para con cualquiera de esos cubanos y cubanas que primero que todo son hijos de la Revolución aunque muchas veces sus familias les hayan dado la espalda. Con el mismo empeño que se salva la vida de cualquier hombre o mujer sin preguntar si tiene o no cuenta bancaria, hay que evitar el daño progresivo a la dignidad individual y colectiva que puede suponer que uno solo de los seres humanos que habita en esta isla asegure su existencia desde una situación así.
Por supuesto, esos vacíos son utilizados propagandísticamente para poner en entredicho la voluntad de no permitir el abandono de un solo cubano y cuestionar la efectividad del conjunto de organizaciones e instituciones que el país ha creado desde 1959 para concretar su doctrina solidaria. Como hace el corresponsal extranjero que desde la comodidad que le brindan sus ingresos en euros se erige en voz de los afectados, generaliza la situación descrita arriba como la de “los ancianos” en Cuba y termina diciendo “las campanas que hoy suenan por ellos sonarán, tarde o temprano, por cada uno de nosotros”, luego de citar a un cubanólogo que ha hecho carrera intentando demostrar la inviabilidad de la Revolución. En Cuba existen un millón 700 mil jubilados, cuyas pensiones -en palabras del Presidente Raúl Castro- “son reducidas e insuficientes para enfrentar el costo de la canasta de bienes y servicios” pero si la generalización que hace el corresponsal fuera cierta tendríamos casi dos millones de mendigos. Mucho más cerca de la verdad está la “Carta abierta sobre Cuba” de Pablo González Casanova:
“Es bien sabido. En Cuba todos los niños y jóvenes en edad de aprender tienen escuelas, universidades e institutos, todos los enfermos médicos, medicinas y hospitales, todos los trabajadores empleo, y los ancianos asistencia… Es cierto que uso aquí la palabra “todos” como la definió García Márquez, como el 80% o más de la población, o mucho más, con limitaciones de que se encargarían los cubanos si en la práctica los hubierais dejado cumplir con vuestros buenos deseos”.
Sin embargo, lo doloroso es que oportunismos y manipulaciones puedan encontrar algún asidero y causa en nuestra realidad. Si una empresa ingresa millones de dólares reciclando materia prima y provoca de manera indirecta pero creciente que un grupo de personas -no solo ancianos- arriesgue su salud hurgando en los desechos en busca de aluminio, plástico, cristal y cartón, en el socialismo próspero y sostenible al que aspiramos tal empresa debería ser responsable de organizar la entrega segura de esos desechos a esas personas por los establecimientos gastronómicos y comerciales que los generan antes de que lleguen a los contenedores de basura.
Suministrarles a un precio en relación con sus ingresos medios de protección, ropa e instrumentos de trabajo y transporte, conveniar con las organizaciones de la comunidad lugares para entregarlos, como antes ocurría en las farmacias con los frascos de medicamentos, sería una vía entre muchas posibles.
Se ha explicado, con toda razón, que no podemos elevar salarios y pensiones sin aumentar la productividad y crear riqueza, pero lo que no debería ocurrir en una sociedad como la nuestra es que alguien gane dinero convirtiendo en normal y frecuente que seres humanos hurguen entre lo que otros desechan, mientras ponen en peligro su salud y la de la comunidad, y verlos regresar a los inicios del homo sapiens machucando en plena calle latas de cerveza y refresco con una piedra. Como planteó el Che, la salud y la dignidad de uno solo de ellos vale mucho más que todo lo que pueda recaudarse con eso. Por ese peligroso camino, mañana nos podría parecer normal que entre quienes hagan esa labor haya niños y pasado que esos niños duerman en las calles como ocurre en casi todos los países “normales”.
Otra cosa es el fomento al vandalismo que provoca aceptar cualquier cosa como materia prima que, en ciudades como Santa Clara -según escuché en un reportaje radial-, ha llevado a que la búsqueda de aluminio y bronce a cualquier costo deje sin identificación calles y casas. A pesar de lo que declaró un empresario al diario Granma, explicando por qué su entidad estuvo quince años contaminando las aguas del río Cuyaguateje, en el socialismo el mercado no “es quien dice la última palabra”.
El mercado es en el socialismo, como lo definen los Lineamientos, un instrumento que puede ser muy útil, pero nunca el sustituto de la política ni de la acción social. A mediados de la década de 1960, en su libro "Capitalismo y libertad", el fundador del neoliberalismo, Milton Friedman, confesó la relación entre mercado y política: “Cuanto más amplio sea el uso del mercado, menor será el número de cuestiones en las que se requieren decisiones expresamente políticas y, por tanto, en las que es necesario alcanzar un acuerdo”.
¿Diremos en Cuba adiós a la movilización política para la promoción de una cultura del reciclaje y la salud? ¿No hacen falta ya acuerdos entre los CDR, la Organización de Pioneros y la Empresa de de Recuperación de Materias Primas? ¿Todo lo resolverá el mercado? ¿Dejamos sólo a las Direcciones de Servicios de Comunales el cuidado del ornato público y la higiene colectiva? Basta asomarse al paisaje sucio y enyerbado que ofrecen no pocas esquinas de La Habana para ver lo bien que nos va.
Como afirmó Raúl en un Consejo de Ministros “no es perfecto lo que hacemos, a veces nos falta experiencia en algunos temas y cometemos errores, por eso cada asunto tiene que estar sometido constantemente a las observaciones críticas”. Los mecanismos solos no resuelven los problemas, es necesaria la actuación comprometida de las personas y la regulación que evite a tiempo distorsiones y efectos indeseados. La insistencia de Fidel, durante el proceso de rectificación de errores y tendencias negativas, en que no son los mecanismos los que construirán el socialismo está hoy -a mi juicio- más vigente que nunca. Se necesita una nueva mentalidad, cambiar y crear mecanismos, pero sin abandonar algo que nos ha traído victoriosos hasta aquí: la educación, participación solidaria y acción consciente del pueblo. A eso llamó en aquellos años Raúl con su enérgico “Sí se puede” que permitió atravesar lo más duro del llamado Período Especial con muchas carencias, pero sin que el paisaje urbano se poblara de lo que llamamos indisciplina social y que no es más que la actuación en parte de nuestra cotidianidad de la ley de la selva propia del capitalismo subdesarrollado.
En aquellas sociedades se maneja con represión y a veces con algo de caridad lo que no puede tener solución en los marcos de ese sistema. En el socialismo estamos obligados a solucionarlo con la solidaridad, la participación y la educación, que no excluye en última instancia la coerción basada en la legalidad y el trato humanista, hurgando primero que todo en las causas del problema. Porque como reconoció en el Encuentro Eclesial Cubano la Iglesia Católica, en lo que el reverendo Raúl Suárez califica como su mejor documento desde 1959: “La sociedad socialista nos ha enseñado a dar por justicia lo que antes dábamos por caridad”.
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