Por Silvana Melo
(APe).- Los muertos cíclicos por desnutrición en Chaco y en Salta (dos provincias donde los caciques feudales reafirmaron su poder días atrás), niños originarios y niños criollos, aunados por la decisión clara del Estado de mantenerlos en un confín fronterizo entre la vida y la muerte, morenos, flaquitos, mocosos. Los estragados por el paco en las villas que engordan los conurbanos de las ciudades. Los que sobreviven apilados hasta que los diezma la muerte. Todas las muertes: la violencia propia y la ajena, el hambre en común, las sustancias que los atraviesan como rayos, la bala rápida de la policía, los golpes en casa, el disparo perdido en la vecindad. Los hombres, las mujeres y los niños de la calle, asistentes al desfile del turismo internacional que recorre la Buenos Aires frívola e insulta en inglés cuando se tropieza con sus costillas.
Les falta caminar a los funcionarios.
Les falta entrar a los villorrios sin 47 patovicas que les levantan un muro a los ojos. Les falta andar por Lavalle en las noches, cuando se puebla de fantasmas de cerebro limado y familias silenciosas que despliegan colchones donde hubo manteros. Les falta andar por debajo de las autopistas, donde el brillo se vuelve sombras y en un changuito de supermercado las familias mudan su historia entera cada vez que los barre la Metropolitana. Les falta caminar Tucumán, Santiago del Estero, Catamarca. Pero no donde los llevan Beatriz Rojqués, Claudia Zamora o Lucía Corpacci. Les falta andar por los pueblos fumigados, por las casas de los niños con piel de cristal, por los pueblos oncológicos de Monte Maíz y San Salvador. Les falta adentrarse en los bosques de Formosa, en los confines de Salta, en Orán, en Encarnación. En las casitas de barro de los wichis y los qom, entre sus huesos gastados y sus dientes de tierra. Sin salud, sin nada que cazar, sin tierra feraz, sin una esperancita que voló hace tiempo con los espíritus de sus muertos, en las alas de una mariposa. Les falta caminar por el Alto, por El Frutillar, por el Bariloche sin chocolate, por el Comodoro Rivadavia donde caen, muertas de frío y de terror, las pibas chiquitas que se llevan los monstruos. Que son tipos silvestres, con cara de nada y nudillo fácil.
Sin caminar el tumulto arterial del país, hacia arriba y hacia abajo, es sencillo confundirse. Tal vez es eso lo que le sucedió a CFK. Como no tropieza con la gente que duerme en los umbrales ni con los tres millones encerrados en la cárcel sin techo de las villas, tuvo que echar mano a los viejos números del INDEC para asegurar en la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) que la Argentina tiene una pobreza menor al 5%. Es decir, apenas dos millones de personas. Bastante menor que la población de las villas.
La FAO (que es Naciones Unidas, con lo que eso significa) es cómplice de la medición caprichosa del Gobierno. En 2013 había determinado la erradicación del hambre en la Argentina. Los burócratas de la FAO también deberían caminar por la Misiones de Closs -pero sin Closs-, donde murieron centenares de niños de “paro cardiorrespiratorio”, un disfraz generalizado para ocultar el hambre. O por el Chaco de Capitanich -donde los niños wichis mueren de “enfermedad”- o la Formosa de Insfran. Sin punteros ni guardaespaldas. Donde la vida brota como semillas de la panza de la pacha. Pero a ellos se les niega.
A solas con el hambre, tienen que caminar. Aunque el hambre muerda el cinismo de los escritorios.
Si serán falsas y vergonzantes las cifras de pobreza, que el Gobierno argentino dejó de publicarlas en 2013. El Ministro de Economía se escudó para no exhibirlas en una excusa infantil: son estigmatizantes. Es decir, se estigmatiza a los pobres contándolos. Pero no fabricándolos en serie con atuendo de capitalismo humano.
Sin embargo, la investidura presidencial no pudo con la tentación y en un foro internacional que premia al país por su lucha contra el hambre en los últimos 25 años (es decir que incluye a Menem, De la Rúa y Duhalde, enérgicos combatientes por la transformación social) lanza las cifras que, como desperdicios, esperan en la calle la recolección de los residuos: 5% de pobreza y 1,27% de indigencia.
Por si no queda claro, la FAO se nutre de las estadísticas de los propios países que la integran. Es decir, las cifras de las FAO son del INDEC.
Y para el INDEC y para la FAO, Argentina tiene menos pobreza que Noruega, uno de los pocos paraísos del mundo donde se puede aspirar ser feliz.
Y menos que Alemania. Donde, dice Aníbal Fernández, “hay un 20% de pobreza estructural”.
Pero como hace ocho años se destruyó el sistema estadístico oficial, la pobreza se desquicia en números alocados. El barómetro de la Deuda Social Argentina (Universidad Católica) habla de un 27% de la población sumido en la pobreza. Más de diez millones. En 2014 la CTA oficial se sinceró y y habló de un 18 %. Unos siete millones. El Instituto de Pensamiento y Políticas Públicas (IPyPP) de Claudio Lozano cuenta 15 millones y medio (36,5%). La CGT opositora coincide con la UCA (27,8%). La Presidencia de la Nación y la FAO cuentan apenas dos millones. Con una inseguridad alimentaria (sentir, en algún momento, una sensación de hambre que no pudo ser saciada) que alcanza a uno de cada tres hogares.
¿Qué son los ocho millones que quedan en el tránsito entre el Indec y la UCA? ¿Son sólo números manejables, dígitos en una calculadora, barras en un gráfico, cifras en una carpeta? ¿O son historias? ¿O son pieles y huesos lanzados a la aventura de la supervivencia? ¿O son sueños rotos, revoluciones inconclusas, transformadores malogrados, rebeldes escondidos bajo las autopistas?
“Alimentos hay, lo que le falta a mucha gente es dinero para poder acceder a ellos”, dijo la Presidenta ante la tribuna de la FAO. Se fabrican en la Argentina alimentos para 400 millones de personas. Pero el hambre sigue siendo una bruja que estaciona su escoba de alta gama en las puertas de las taperas. Y se lleva a los niños más vulnerables, los que tienen tos. Y huesitos que se le ven por arriba de la panza.
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